Hoy, a propósito del Día de la madre, quiero contarles que la mejor adquisición que hice en estos últimos meses fue comprar una cerradura e instalarla en mi estudio. Hay un momento del día en el que me encierro y mis hijos saben que desaparezco. Aporrean la puerta y solo pueden hablarme a través de ella. A veces, me mandan mensajes y dibujos por debajo y me río pero ni por un minuto se me ocurre abrir.
Yo no entiendo a las madres culposas.
Últimamente, estoy dándole al cuento. Tengo tantas interrupciones que centrarme en una novela se me está haciendo difícil. El cuento se adapta perfecto a mi forma de vida actual.
Cualquier madre que trabaje en casa sabe a lo que me refiero. Los chicos son un amor, son divinos pero no te van a ayudar a pagar las cuentas.
Más bien lo contrario (y no está garantizado que te vayan a cuidar de viejo).
No hablaré sobre la cantidad de escritoras que son madres[1]o si la maternidad merma la creatividad. Ya bastante literatura hay sobre el asunto (justo ayer salía este interesantísimo artículo en El País sobre el tema). Y creo que el asunto no es cómo lograr ser madre y escritora sino cómo ser madre y cualquier otra cosa más.
Resulta curioso que los hombres no tengan que hacerse esos planteos. Saben que la paternidad no les va a suponer nada importante en sus carreras profesionales pero las madres nos encontramos (ya lo he dicho hacia la saciedad) con que siempre es trabajoso para la unidad familiar que la madre salga a trabajar fuera de casa. Hay que pensar en niñeras (casi siempre mujeres), en guarderías (atendidas por mujeres) o abuelas.
Yo encontré en la escritura la manera de poder compaginar estas dos actividades. Trabajar en casa puede verse como un lujo pero no lo es cuando sabes que nunca tendrás ingresos fijos, no tendrás jubilación, tendrás que cargar con la gestión de la casa y cualquier asunto que tenga que ver con el hogar (che, va a pasar el mensajero a dejarte un material que luego recojo, llega la compra, el vendedor ambulante, el revisor de la caldera), va a ser tuyo.
Y si se cae el techo, obvio, te toca a vos porque estás en la casa.
Elegir dos labores con tan poco prestigio: la escritura y la maternidad
El aporte de todas esas horas trabajadas, tiene un valor en el mercado, eso está claro (y no es nada barato) por lo que, aunque no se esté cobrando por ello, ese trabajo se puede medir en dinero (ya hemos hablado largo y tendido al hablar de trabajo invisible y economía feminista).
Llámenme loca. No me ofendo. A pesar de todos estos inconvenientes sigo eligiendo esta profesión porque me da cosas intangibles cuyo valor es incalculable.
1. Estoy con mis hijos cuando me necesitan
2. Trabajo de lo que me gusta
3. No tengo soportar jefes
4. No tengo soportar acoso laboral.
5. No tengo que cumplir horarios, tengo flexibilidad total.
Hay algo que me pasa. Algo especial que me sucede cuando trabajo de esto y que no me pasaba cuando trabajaba en relación de dependencia.
No es solo el asunto del salario.
El insondable mundo de la empresa
Cuando trabajás para otro, aunque esté hermoso el laburo, siempre está esa pregunta que asoma. A mi me pasaba pero negaba esos interrogantes enterrándolos muy al fondo.
¿Por qué carajo estoy acá? ¿Por qué me están pidiendo que haga esto? ¿Cuál es la finalidad de esta tarea concreta? Es decir, no llegaba a comprender del todo la finalidad de mi trabajo. O las razones que me daban no me parecían siempre del todo convincentes.
Las empresas tienen sus razones y los trabajadores no siempre son conscientes de ello.
Esa sensación que tenía se traducía en una pérdida de control sobre mis capacidades. Era un poco como trabajar a ciegas. ¿Estoy avanzando? ¿Estoy creciendo? ¿Estoy progresando?
Me dirán que le doy muchas vueltas a las cosas.
Es verdad.
Y sé que se puede vivir perfectamente sin saber para qué corno uno hace lo que hace. No es ese el asunto pero… poniendo todo en la balanza, trato de tomar decisiones que mejoren mi vida y la de mis allegados. Y eso me ha llevado a elegir la escritura como profesión. A ver. Yo pienso que no podemos controlar todo. En realidad, no podemos controlar casi nada pero, si hay una pequeña cuota, quiero que sea mía.
Puede que yo haya elegido esta profesión o puede que el sistema me haya empujado y, en realidad, da un poco igual siempre y cuando uno tenga cierta armonía y momentos de alegría.
Miren que ni si quiera hablo de felicidad, un concepto vago y engañoso. Solo momentos de alegría. ¿Qué más puedo pedir?
Con la escritura no me pasa lo mismo que en el mundo de la oficina. Siento que hago lo que tengo que hacer.
No creo en la vocación. Simplemente hago lo que creo que mejor se me da. Punto. Estoy en el lugar que tengo que estar y veo y encuentro la manera de progresar sin poner mi carrera completamente en manos de terceros.
En la empresa había demasiados factores ajenos a mi voluntad. Era un poco como jugar a la primitiva y esperar suerte.
Que el jefe sea bueno, que te quiera promocionar, que tus compañeros no te pongan zancadillas, que la empresa no quiebre, que no haya mucho desempleo y no bajen los salarios. Y encima te tiene que gustar lo que haces.
Es demasiado lo que está en manos de otros. Es demasiado lo que tiene que salir bien y que no puedes controlar.
Con la escritura tengo el control sobre mi profesión, obvio, no al 100%, pero por lo menos nadie me vende la falsa idea del progreso.
También pasa un poco con esto de ser madre. Vas haciendo tu camino. La carrera de fondo. Al margen de cuestiones de rentabilidad económica.
La esfera privada, la de la casa, es en general un ámbito poco prestigioso. Se parece un poco a la vida del monje. Paciencia. Concentración. Nadie piensa en ganancias inmediatas. Ni en encuentros sociales que puedan dar fe de tu jerarquía en la empresa. Ni viajes de negocios. Ni selfies en congresos.
Ambos oficios, ser madre y ser escritora, no tienen horarios ni vacaciones.
Trabajar por cuenta propia es no tener horarios
Como escritora, estoy siempre trabajando. Mientras estoy con mis hijos. Mientras estoy en la calle. Mientras leo. Escribir implica mucho más que sentarse en la computadora a teclear. Hay algo que se va almacenando en el alma, en la mente.
La gente con la que hablo. Lo que veo en la calle. Las conversaciones que tengo. El callejeo. Justamente, salir de la habitación propia es tan importante como tenerla.
Y, si es de noche, puedo seguir trabajando de otras formas. Leyendo. Comentando. Pensando un nuevo artículo, compartiendo el de otros.
Pero hay un lado oscuro. Siempre.
Se paga un precio alto. La incertidumbre. La falta de reconocimiento o prestigio, tal vez. Probablemente no puedas pagar guarderías, ni niñeras, ni puedas salir a comer a fuera como no sea haciendo pic nic en el campo, las vacaciones en la playa son casi inexistentes (eso es lo de menos ¿Quién descansa en la playa con chicos?).
Te ajustas y te das cuenta de que a lo mejor compensa trabajar en casa, ser dueña de tu tiempo, o elegir a quien le querés dar tu tiempo. Y aunque hay quien ve la escritura como una NO profesión, no importa porque aprendés a que no tiene que importarte nada lo que digan.
Un escritor y una madre sabe trabajar bajo condiciones adversas. Tiene cualidades únicas. Y, con escaso tiempo, aprendes a exprimir cada minuto, a disfrutar de cada instante.
No entiendo a las madres culposas
La verdad, gente, no me da culpa escribir y no dedicar mi vida entera a mis hijos. Casi te diría lo contrario: me da pesar no dedicar el tiempo suficiente a mi trabajo. Por que cuando no escribo, soy peor persona.
En esa tensión que se traduce en cantidad horas, sigo sintiendo que no dedico la suficiente cantidad de horas, no las mismas que un escritor hombre o, mejor dicho, que un trabajador de oficina a jornada completa.
Siempre me apetece más pero mis hijos me recuerdan que la vida de un escritor no es solo escribir sino también vivir.
Yo no doy consejos. Cada uno hace su camino pero si tienes familia y quieres escribir, la cerradura y la llave es el primer paso.
Para entrar y encerrarte. Para salir, cerrar con llave e impedir que cualquier extraño haga avioncitos con tus papeles.
Entrar y salir de la habitación propia.
Feliz día de la madre a todas.
[1] Haciendo un repaso a las autoras mujeres que he leído en el último año, veo que la mayoría no tiene o no tuvo hijos y las que lo tuvieron, no han repetido experiencia. Parece una tónica general que las escritoras engendran hijos únicos o no los tienen. Dos excepciones en mi lista: Sara Gallardo tuvo tres hijos y Zadie Smith tiene dos.
IMpecable….
Gracias.
He disfrutado mucho leerte.
Soy de Cali y conocí a tu padre hace mil años.
¿De casualidad tu madre ha sido profesora del Colegio Leonardo da Vinci?
Alguien la recuerda porque admiraba la obra de Rodari sobre quien apareció un articulo en
The New Yorker: The Italian Genius Who Mixed Marxism and Children’s Literature.
No me suena lo que comentas pero nunca se sabe. Gracias por leer y comentar. ¡Un saludo!