Hoy hablamos de nuestra mirada y de lo que observamos según nos movemos. Y del silencio que conforma espacios de creatividad y es además un privilegio. ¿Está la tecnología moldeando nuestros lenguaje y la forma en que miramos?
Lo chiquito que no vemos
Cuando miro la calle al cruzar, doblo el cuello hacia los lados. Me duele porque lo hago fuerte. Necesito ver bien. No sé por dónde pueden venir los autos. Cuando salgo a correr, incluso miro detrás de mí. Me altera mucho no saber lo que está sucediendo a mis espaldas. Es desquiciante. Me pasa también cuando hago marcha atrás. No me fío de los espejos retrovisores y además yo sé que hay un punto ciego. Un pequeño espacio de silencio en la vista que se ausenta por un segundo. En ese punto, nada existe porque no lo vemos.
Lo que veo y dejo de ver, condiciona mi ánimo, me pone alerta. Y me pasa algo.
Hay dos cosas que no veo bien. O más bien, que nadie ve.
Las cosas demasiado pequeñas y las demasiado grandes.
Creo que para las pequeñas hay alguna solución. ¿Un microscopio? Tal vez. Cuando funciona, vemos otra vez un nuevo paisaje. Allí donde había una gota de sangre, un tejido, un ALGO concreto y unido por células, se convierte en miles de moléculas que, no sabemos bien por qué, están juntas.
¿Por qué han decidido unirse en un ALGO susceptible de ser nombrado? Y ese ojo de avispa que te mira porque ya está pensando en picarte, en realidad, visto de cerca, de muy cerca, son miles de ojos que nos están mirando.
Entonces, pasa algo mágico. Ese ente desaparece y ya son muchos. La vista se modifica porque es capaz de pluralizar las cosas. Donde había UNO, empieza a haber MUCHOS y a mí eso siempre me ha parecido inquietante.
Somos muchos más de los que creemos.

Y entonces vuelvo a pensar: menos mal que no lo veo todo.
Agradezco no ver las cucarachas que caminan en ese restaurant que a veces voy. Y celebro mi ceguera para las cosas feas. Dejar de ver cosas también nos permite vivir. Nadie quiere verlo todo.
Hay otro asunto más problemático.
Lo gigante se vuelve invisible
Cuando algo es tan grande, tampoco lo vemos. Esto me asusta aún más. Creo que la escritura y la filosofía tiene que ver con eso. Poder poner palabras a aquello que vemos todos los días pero no somos capaces de nombrar. Cuando algo es tan grande y ocupa tanto espacio, no lo aprendemos. Y entonces llega el silencio.
Si no se nombra, no existe.
Y cuando alguien, un poeta, un matemático, un filósofo, da con la clave, experimentamos algo parecido al placer o al éxtasis. Fíjense en este poema de Alejandra Pizarnik[1]:
(…)
*
Los bordes de silencio de las cosas
Lo callado que recorre la presencia de las cosas
*
Estos ojos
Solo se abren
Para evaluar la ausencia
*
Quien me perdió
En el silencio fantasma de las palabras
(p.309)
Cuando funciona un poema, no hay nada más que agregar. Se justifica por sí solo y queda estéril la pregunta ¿para qué sirve la poesía?
La poesía ES ante todo y no necesita explicación.
Un poema es capaz de nombrar aquello de lo que tenías alguna certeza pero no podías traerlo a la conciencia. Puede que la literatura o la filosofía, quieran traer de la ultratumba todo aquello que ya está y, que cuando emerge, es como despertar de un gran sueño.
Creo que todos andamos medio dormidos por la vida.
Deambulamos sonámbulos y caminamos sin rumbo. Y de pronto alguien nos sacude y nos dice que algo que sabemos, quizás es verdad.
Y por alguna razón, misteriosa, eso es hermoso.
Esa cosa llamada silencio
“Quiero escribir una novela sobre el silencio, le dice Hewet a Rachel en Fin de viaje[2] de Virginia Woolf. Pero la dificultad es inmensa, agrega.
Pero, ¿de dónde proviene el silencio? ¿Cómo se crea? ¿Cuál es su razón de ser? ¿Qué materia misteriosa lo conforma?
Todos vemos. (Menos lo que no pueden ver). Pero aquellos que ven, quizás no puedan traducir a palabras lo que capta el ojo. En efecto, ya en nuestra forma de ver, recortamos con creatividad. Y ya no digo qué recortamos. No quiero ni ponerle palabras a aquello. Algunos lo llaman REALIDAD. Miren qué puñetero es el ojo que capta cosas únicas según el dueño que los lleve puesto.
La literatura es el caso más palmario. Cuando posamos la vista en un texto que nos cautiva, lo hacemos nuestro. Lo vemos con NUESTRA mirada. Porque el lector, aloja las pausas y los silencios donde quiere. Y porque en el fondo maneja el tiempo como le da la gana.
El escritor hace lo mismo. Yo siempre digo que los libros ya están escritos y solo nos falta ir soltando lastre con algo de elegancia. Y pienso que la tarea del escritor también es colocar silencios en todo ese masacote de ruido pegajoso que inunda nuestra cabeza.
Yo voy soplando por entre las palabras y según soplo, meto aire y el aire es espacio. Voy ubicando pausas y mutismo en ese torbellino de palabras.
Pero hay otro aspecto: cuando contemplamos una obra de arte, quizás lo hacemos callados porque nos parece que así nos va a llegar toda su esencia.
“Ese silencio llena de luz el acto mismo de la contemplación. Se trata de un silencio necesario para que las pinturas hablen y el espectador pueda oírlas y, al hacerlo, se oiga a sí mismo.”[3] (p. 9).
Y volviendo a la escritura, el silencio de la escritura es necesario y es un privilegio, como nos recuerda,
Tillie Olsen en su ensayo Silencios (Las afueras, 2022).
Alejarse para ver mejor
Otros usos del ojo puñetero. Puedo ver un cuadrado si está a una distancia media, prudente. Pero ¿qué pasa si el objeto está muy cerca o es muy grande (que sería lo mismo) que soy incapaz de ver sus contornos?
Pues, que no soy capaz de verlo.
Y entonces, es probable que piense que no existe.
Escribir es alejarse. Es intentarlo. Quizás es una quimera.
Dice Berger: “siempre miramos las relación entre las cosas y nosotros mismos” (p.14)
Los economistas hacen lo mismo. Siempre hablan de ratios y relaciones entre las variables. Nada tiene sentido cuando hablamos de magnitudes absolutas.
¿Un cinco? ¿Un mil? ¿Qué son sino números que flotan sin sentido?
Necesitamos situarlos. Situar es relacionar. Es hablar con fracciones. De alguna manera, cuando vemos, hacemos lo mismo.
Vemos relaciones. Quebrados. Imágenes que hablan entre sí. Se parten en dos o en tres.
Vemos en quebrados.
Fraccionamos para poder entender.
El borde es el límite de algo
A veces queremos escribir sobre aquello que todos ven pero no se habla. No es mala voluntad es solo que aquello a veces es tan grande que no podemos verlo ni verbalizarlo. Y quizás, aunque no seamos capaces de ver los vértices y contornos de lo inmenso y mastodóntico, podemos imaginarlos. ¿Estarán? ¿Por dónde andarán? Y entonces, una vez que los descubrimos, sea porque hemos podido alejarnos o porque hemos sido capaces volvernos muy grandes (que es lo mismo), quizás podamos dar el siguiente paso: imaginar qué hay más allá de esos bordes y tal vez eso pueda significar que somos capaces de pensar en otros mundos posibles.
Pero primero habrá que observar el contorno. El límite.
A día de hoy, nadie es capaz de imaginar esos otros mundos porque nadie es capaz de ver los contornos de su propia vida. Quizás da miedo pensar que nuestra vida tiene unos extremos donde más allá solo está lo desconocido.
Sentimos que no podemos escapar. Los economistas se devanan los sesos, los filósofos, los ciudadanos y, a lo máximo que llegamos, es a escribir distopías porque nos parece que la distopía tiene que ver con aquello que estamos viendo y NO nos gusta. Yo quiero imaginar una utopía. Me parece más valiente situarse en el bando de la imaginación y la exploración.
La tecnología cambia nuestra forma de ver
A veces me pasa que siento que el agua sabe distinto si la tomo de una botella de plástico o de vidrio. Algo tiene el vidrio que me da placer. Quizás es esa frescura que tiene cuando lo tocamos y cómo se pone todo lleno de vaho y gotas cuando está bien frío. Posiblemente eso nos condiciona. Siempre nos parece que el plástico está caliente o que huele mal y entonces el contenido cambia.
Ya decía John Berger en Modos de ver que la invención de la cámara había revolucionado la manera en que por ejemplo, la gente miraba los cuadros. En cada reproducción de la obra pasaban cosas que no pasaban con el original. La obra ahora viaja y no es el espectador el que lo hace. En literatura esto ya venía sucediendo pero las redes sociales como medio, determinan el mensaje. Lo moldean y entonces parece que vemos distinto. Yo siento que miro de otra forma. Incluso mis ojos se ven somnolientos cuando pasan de la pantalla al mundo analógico.
Cuando escribo en redes sociales reacciono de forma distinta. Quizás nos alteramos más o vemos que todo se polariza. A mí me asusta nuestra capacidad para ver SOLO lo que nos gusta. Cuando opera el algoritmo ya él mismo se encarga de tapar lo que no queremos ver (y exaltar lo que apoyamos, transformándonos en unos hooligans de nuestras propias palabras). Vemos diferente porque nos hacen ver diferente y, cuando lo hacemos, actuamos de otra manera.
Ya lo advertía Guy Debord[4] hace más de cincuenta años cuando auguró y describió la sociedad del espectáculo en donde el medio, es al mismo tiempo, el fin. Y además, “no quiere llegar a ninguna parte”. En redes sociales, nos transformamos en espectáculo. Dejamos la esfera individual y somos entes sociales que se metamorfosean según el medio en el que se expresen.
Somos el vaso y somos el agua.
Y en este juego de transformación del yo, perdemos la noción de quienes somos realmente. Yo me pregunto todo el rato, ¿quién es el YO verdadero? ¿El de las redes, el del teléfono, el de las fotos?
Volviendo al algoritmo que nos oculta y nos muestra a su antojo, que es un antojo económico y a la postre, el antojo de alguien que está detrás y tiene su propia agenda, solo puedo decir que me rebelo ante ello. Y aun así, sucumbo como todos. Y mi mirada quizás ya no es más cristalina. Tiene un vicio. Un sesgo. Está mediatizada.
Depende de nosotros luchar contra ello. Y abrir espacios de libertad.
¿Dónde podremos encontrarlos?
[1] Pizarnik, Alejandra. Poesía completa. Lumen. 2004 (Aproximaciones)
[2] Woolf, Virginia. The voyage out. Kindle version. La cita completa en inglés es la siguiente: “I want to write a novel about Silence,” he said; “the things people don’t say. But the difficulty is immense.” He sighed. “However, you don’t care,” he continued. He looked at her almost severely. “Nobody cares.
[3] Eulalia Bosch en el prólogo al libro de Berger, John. Modos de ver. GG. 2000
[4] Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. La marca editora. 2018.
Genial: «Nadie quiere verlo todo.»
¡No hay necesidad!