El caracter transitorio es la clave del éxtasis. Debe ser esporádico y escaso para que emerja con intensidad. Por unos días, es la demostración de una fuerza arrolladora capaz incluso de colapsar a sus ídolos. Pudo salir todo mal pero salió todo bien. Hoy, les dejo la crónica desde un barrio de Madrid sobre la final del Mundo. Y con esto cerramos nuestra serie mundialista. Disfruten.
La final en una parrilla de Madrid
En Ciudad Jardín siempre hay algarabía. Este barrio populoso de Madrid, colindante a Prosperidad, tiene dos hitos que la ensalzan: el Parque de Berlín y el Auditorio, dos emblemas que hacen coincidir a la gente y que permiten que sea rentable y animoso abrir pequeños comercios.
Yo me ilusiono con pavadas: por ejemplo con una panadería argentina que vende sanguchitos de miga y que tiene una buena pantalla. Hay un árabe al lado y un lugar de sushi. Convive gente de muchas nacionalidades y la oferta gastronómica es diversa. Calles estrechas. Autos en doble fila y los bares a reventar.
¿Qué hacíamos allí? Teníamos una cita en una parrilla argentina. No soy cabulera, pero es verdad que me gusta estar más o menos aislada para ver estos partidos. Cuando juega Argentina, el espectador juega virtualmente. Los dedos tamborilean. Los pies caminan de acá para allá. Los gestos, se vuelven dramáticos. La garganta deviene un cilindro vibrante e irritado. Los ojos son intensos. Somos puro cuerpo en movimiento.
Como siempre, dudé ante este cambio de planes. Podía salir todo mal pero, al mismo tiempo, necesitaba, por algunas razón, de la inteligencia colectiva del asado y de los goles gritados al unísono.
Aterrizamos en el asador El tanguito en calle Eugenio Salazar dispuestos a continuar la fiesta que comenzó con el pase de Argentina a Semifinales. Yo creo que ya había una intuición callada de que algo grande podía pasar. Siempre da miedo pronunciar estas clarividencias en voz alta, pero algo se podía morder. Algo etereo y punzante.
¿Tienen pantallas?, me dice mi esposo cuando hago la reserva. Él no entiende que un restaurante argentino en una final del mundo TIENE pantallas.
El espacio es reducido o más bien alargado. No hay problema con esto (o quizás en una final del mundo estoy dispuesta a hacer demasiadas concesiones). En efecto, no tuvimos en ningún momento sensación de agobio. Yo entré en un cosmos de argentinidad habitado por latinos con camiseta de argentina y grandes botellas de plástico rellenas de chimichurri y salsa criolla. Gozaba feliz de mi visión de túnel ignorando los costados.

Solo había un camino. Y una meta.
Dos datos importantes: comimos muy bien y además sobraban las pantallas. Al menos había cuatro. Nos sentaron en primera fila aclarándonos en dónde debíamos colocar a los niños para ver bien. Precisión milimétrica en los detalles porque una final del mundo es algo serio.
Estábamos nosotros también partícipes del juego colocando las piezas (nosotros) en ese conjunto colectivo que era el partido.
Un detalle hermoso: nos dijeron que no pidiéramos mucha comida. Al hincha en una final del mundo se le cierra estómago y además no calcula bien porque el arrebato es de tal magnitud que a más de uno le dan ganas de pedir la carta entera e invitar a todo el personal.
Yo vacilaba, tortuosa, entre estos dos extremos.
Y mientras calentábamos la previa comiendo choripán, los puse a los niños a pintar. Obvio, banderas y chicas animé con vestuario adolescente celeste y blanco.
Muchas cosas salieron bien
Había una tranquilidad sorprendente. Tonos de voz adecuados. Un equilibrio tan perfecto que me costaba pensar que fuera real. Y lo más sublime de ver era que la mayoría de la gente con camisetas argentinas NO eran argentinos.
Y todo era tan perfecto que pensé: algo se rompe.
Porque es lo que sentimos cuando todo está bien. Nos inunda ese pánico a que aquello tan perfecto, se quiebre.
Pero siguieron los buenos augurios. Los niños se portaron bien. Quizás vieron la importancia y la solemnidad del evento. En el fondo, creo que les daba un poco de vergüenza mi fanatismo mundialista que solo surge cada cuatro años porque el fútbol me da igual. Sin embargo, me divirtió un poco la mirada de ellos, los niños que no saben cómo reaccionar, que viven el evento colectivo con mezcla de perplejidad por su madre y por una cultura que es suya pero a la vez, geográficamente, lejana.
Para los niños en Argentina todo es mas fácil. Se explayan en su patriotismo futbolero sin problemas, pero en tierras ajenas y distantes a esta euforia, saben que deben andar con cuidado. Circula mucho madridista enojado.
Mamá, ¿vas a cantar el himno?
Mamá, toda la clase va con Croacia.
No te preocupes, dejalos. Pero, vos no te chulees.
Ellos se chulearon cuando perdimos contra Arabia.
Dejalos.
Mis hijos saben dónde tienen que estar parados. La argentinidad es como un eje de coordenadas que delimita todos sus movimientos. Pero saben también que la convivencia en su país de residencia es importante porque también son españoles.
Mamá, baja la música.
Y le veo la cara a mi hija, sé que está feliz, pero intuye que no es bueno mostrar esa felicidad en clase. El pequeño es más ingenuo, pero le observo el amor y la pasión en los ojos. Callado, mira la pantalla. Está tieso. Le ofrezco salir a caminar cuando ya los franceses nos han empatado el partido.
Me sorprendo porque algo que para mí es importante, hasta cierto punto, se vive de otra manera en la mente de un niño. Porque mi hijo asume el desafío de los jugadores. Quiere ser también un campeón.
Le insisto en ir a caminar porque en el fondo, yo necesito caminar. Me dice que no, que se queda. Yo confieso que tengo poca experiencia porque no somos nada futboleros. No seguimos ligas, no idolatramos jugadores, no vemos partidos de futbol. En mi casa ni conocíamos el rostro de Mbappé. Pero esto es otra cosa. Y entonces me doy cuenta de que cuento con pocas armas de pedagogía con los niños.
Mi hijo quiere ver el partido. La mayor sale con su padre. Es tan sabia que se la ha pasado dibujando y leyendo Gianni Rodari. Y la tarde se esfuma porque ya no recuerdo cuándo el sol se fue.
Y llega el momento infame. Los penales que golpean en el tronco. Podría haber salido a caminar, pero me quedo sentada. Atrapada en mi propio enjambre de contradicciones. Además, no sabemos ni dónde hemos dejado el auto. Ya es de noche. Los transeúntes caminan en esa calle estrecha de Ciudad Jardín. Los veo por la ventana.
Son ajenos. Son distantes.
Qatar es una colmena
Solo cuando sellamos la final, me permito romper la penitencia y salgo a la calle con mi gorro de arlequín argentino y fumo tranquila. Solo queda esperar la ceremonia. El batón “soft power” de los árabes. La Copa. Los festejos. La emoción de un pueblo pisoteado y hechizado.
Y uno se acuerda de los que no están. Y de los malos, que también salen en televisión. Con sus galas que pretenden hacernos creer que eso es la diversidad cultural. Los reyes del dinero sucio. Y ese vértigo entre la euforia de la fiesta popular y la oscuridad de un mundo que se sostiene con tanto sufrimiento, me marea.
Mis hijos no lo ven. Yo les dosifico la maldad para que la vida siga siendo una ilusión para ellos. Pienso tal vez con ingenuidad que mi adultez me va a salvar. Pero no. Me aturde ese contraste entre la vida y la muerte. El sufrimiento y la fiesta. El dinero y la pobreza absoluta. No podemos manejarlo sin transformarnos un poco en psicópatas. Y me viene a la mente mas que nunca La fábula de las abejas de Mandeville[1] muy presente en algunos economistas. Ahora Qatar es la colmena en donde los vicios privados nos llevan al “bien colectivo”. En donde la riqueza vive de la pobreza de otros y en donde se enseña que gracias a esta riqueza inconmensurable, los pobres deben dar las gracias. Y mientras se exalta el vicio como modo único de progreso, en nombre de la moral se cometen actos crueles e injustos hacia las mujeres, los inmigrantes, los activistas. Un mundo cada vez más pacato en donde es más grave llamar bobo a alguien que someter a mujeres, inmigrantes y minorías.
Qatar es una colmena infecta en la que Europa es la comparsa. Y una de las cosas peores que nos deja el Mundial es empezar a normalizar imágenes que cuestan digerir. No es solo el batón de Messi. Son las niñas que entraban al estadio al comienzo de los partidos con los jugadores y que llevaban el hiyab. Y no olvidemos que, en paralelo al Mundial, se realizó la Feria internacional del libro de Guadalajara con Sharjah como país invitado, una monarquía absolutista y petrolera. Entonces, me viene a la mente la novela de Michel Houllebecq Sumisión. Y me parece que es una palabra que sintetiza muy bien esta era del capitalismo. El dinero te vuelve sumiso. Te anestesia. Se deja de ser libre porque dinero termina dinamitando cualquier voluntad individual.

Imágenes que estamos empezando a normalizar gracias al soft power de Qatar.
El éxtasis colectivo
Quiero volver a la alegría. Tiene algo especial que no vimos en la final del 2014. Muchos argentinos ya estaban dispuestos a celebrar, pasara lo que pasara. La gente necesitaba bailar en la calle. Gritar. Celebrar en trance algo como las fiestas del Carnaval. Una celebración que sale del pueblo y que no está mediatizada por los políticos. Pero hay más, a diferencia del 2014, el mundo entero vivió nuestra alegría. Unos conjuros mágicos que suceden por azar. Barbara Ehrenreich en su magnifico libro Una historia de la alegría, habla de «éxtasis colectivo»:
En una visión antigua, “el extasis en grupo era algo que experimentaban los “otros”: salvajes y europeos de clase baja. En realidad, la capacidad de abandonarse, de perderse en los ritmos y las emociones del grupo, era un rasgo de “salvajismo” o alteridad que indicaba una debilidad mental ineluctable” (p.20)[2].
La fiesta popular tiene algo que ver con eso de abandonarse en el grupo (hablé de ello a propósito de los Carnavales). Uno se funde en una fuerza colectiva en la que se diluye la responsabilidad individual. Es la idea del Carnaval que tanto ha espantado a las dictaduras. Uno se deja llevar por la música y además adopta otro rol por un tiempo limitado. El caracter transitorio es la clave del éxtasis. Debe ser esporádico y escaso para emerja con intensidad. Por unos días, es la demostración de una fuerza arrolladora capaz incluso de colapsar a sus ídolos. Quiso una vez más que los astros nos acompañaran. Todo pudo salir mal dentro y fuera de la cancha pero la alegría arrasó como una topadora.

Un punto de vista. Festejos del día 20 de diciembre. La caravana no pudo pasar y tuvieron que sobrevolar el lugar en helicóptero.
Sin embargo, tiene algo de melancólico porque uno sabe que en el fondo se está despidiendo de algo muy bueno. Y recuerda, una vez más, que hay que volver a la realidad.
Los dejo con el final de este cuento de Liliana Hecker en su relato La música de los domingos[3]:
“Después llegaría la melancolía de los lunes, después vendrían historia de miedo y muerte, después cerraríamos para siempre los ojos del viejo. Pero nosotros ya sabemos que, bajo un cielo remoto de domingo, hubo una vez una música por la que fuimos fugazmente apacibles y felices.” (p.90)
Disfruten de la alegría.
Mientras dure.
[1] Mandeville, Bernard. La fábula de las abejas. Fondo de cultura económica. 2017
[2] Ehrenreich, Barbara. Una historia de la alegría. Paidós. 2008
[3] Varios autores. Cuentos de fútbol argentino. Punto de lectura. 2012
Muy bueno, bien pensado, bien escrito….
Gracias.
Lo dije cuando lo leí. Es una joya!!
¡Tampoco para tanto!