Hoy recorro el oriente de Almería. Algunas playas. Sus carreteras y pueblos. Un camino que nos lleva a la economía, al trabajo. A las mujeres, a la historia de España y a la literatura. Disfruten.
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Almería está vacía
Nada es lo que parece en estas playas. Lo primero que llama la atención de estas costas es que no huele a mar. Al menos no, como en el Atlántico Sur o en el Norte de España.
Cuando llego, me choca con fuerza la humedad del aire. Me doy cuenta porque me brilla la frente y se me ven los poros. Sin embargo, el contraste del sol del desierto y la brisa del mar es curioso. Yo nací en un lugar muy húmedo pero acá es distinto. Porque el desierto siempre está presente aunque no lo veas. No hay un océano bravo. Un viento que acompaña con agua de mar. Acá es solo una masa de agua oscura y silenciosa que parece más un lago. Silente y peligroso por lo que esconde. Cascotes y una corriente marina que te arrastra si te descuidas. Porque te das cuenta que apenas hay plataforma submarina. El socavón es pronunciado y lo ves aunque no te metas porque la misma forma del agua te avisa que allí abajo hay una canaleta. Muchos días el mar está dudoso a pesar de la ausencia de olas.
La procesión va por dentro.
El sur de España tiene su aquel pero hay algo implacable en ese enclave que se llama Almería y que está casi en «el etcétera» de Andalucía. Es una tierra curiosa. Desconocida. Hasta cierto punto, vacía.
Transitamos en auto por Cabo de Gata, el interior es diáfano y te parece que no estás en España porque no hay rastro humano. La naturaleza no tiene misericordia. El clima. La brisa que horada las pieles de los turistas. Aquí, por un momento, piensas que no hay historia. Los árabes. Los judíos. La reconquista. Pero me cuentan que sí. Que con la expulsión de los berberiscos, los terremotos y las talas masivas Almería se sume en un largo silencio. No queda nada de la Vera musulmana. Ni de las modernas técnicas de regadío de los musulmanes. Y ese largo mutismo dura demasiado, casi hasta el siglo XIX en el que empieza una lenta inversión de infraestructuras. Aun así, entrado el siglo XX esta parte de Almería sigue sumergida en un olvido pasmoso.
Acá no hay un «de paso». Siempre es punto final. Para mí son tierras curiosas porque España es tierra ocupada. Siempre hay un pueblito. Siempre hay un vestigio de algo. Sin embargo, esta parte de Almería es distinta. Hay paisaje y hay vacío. Como en mi tierra que puedes recorrer miles de kilómetros sin que haya vestigios humanos.
Almería fue por mucho tiempo la hermana pobre de Andalucía. Demasiado lejos de la capital. Unas tierras áridas. Un clima inmisericorde y esa sensación de que no hay nada de paso excepto el vacío de camino a África.
Pueblos que reviven por los extranjeros
Camino por las calles intrincadas de Mojácar. Enclavado en la punta de una montaña veo el mar a lo lejos. La brisa es fuerte y se me vuelan los pelos porque por acá siempre ando despeinada. Camino por los senderos. Apenas veo españoles. Porque este enclave está dominado por gente que viene de lejos buscando algo.
Entro a una casita-museo. Se supone que recrea la vida rural de estas tierras. De mujeres trabajadoras. De mujeres pescadoras. Acarreadoras de agua en grandes tinajas. Y una mujer con acento ruso me habla de la pobreza de la región. De las casas. O de las No casas porque muchas familias vivían en infra viviendas o en las mismas cuevas.
En Níjar sucede algo parecido. El cactus se ha convertido en un reclamo turístico. Hay belleza, obvio. Y un reconstruir las ruinas en pos de algo que llaman prosperidad. De Níjar se dicen muchas cosas, por ejemplo que ya producía esparto desde la Edad Media pero no sería hasta el siglo XIX que esta región se vería favorecida por la Guerra de Secesión americana que frenó la producción de algodón y potenció la de esparto almeriense que empezó a exportarse. Hoy es una industria más bien simbólica y artesanal, al igual que el cactus. Una mercancía que se transforma en objeto cultural.

De camino a Vera observo la tierra horadada, antiguas minas. Una roca que está destruida por el paso del hombre. Y observo agujeros. Grandes orificios. Porque allí además de hormigas vivían personas.
En mi llegada a Vera me encuentro con un paisaje, de a ratos, desolador. Urbanizaciones a medio hacer. Terrenos loteados a la espera de la gran oportunidad urbanística. Carteles prometiendo adosados y prosperidad. Sol y playa. Camino por aquellas urbanizaciones. Un hombre pedalea desnudo. La piel está curtida por el sol. Y observo los grandes hoteles antaño prósperos y ostentosos que hoy luchan por sobrevivir. Me siento en una terraza. Hay poca gente. Solo se habla inglés y me pido un bagel porque las meriendas inglesas son buenísimas.
Cae el sol. Y corro al pequeño supermercado que hay cerca. Cierra a las ocho. Porque esta región parece respetar los horarios de la Europa del Norte.
Un zumo y una crema de sol, obvio.
Y hablo con la primera almeriense que veo.
Es la cajera.
-Mi hijo se fue. ¿Qué va a hacer acá? Está en México. Se fue a estudiar y nunca volvió.
Todos coinciden en que los invernaderos y el turismo han levantado la zona de forma impresionante hasta el punto de que Almería de expulsar población hasta hace 30 años, ahora recibe mucha inmigración. Y recuerdo la conversación con una amiga que me cuenta que su hermano acaba de dejar la próspera Madrid para instalarse en estas tierras que tienen trabajo para el que quiera trabajar. Según, los últimos datos del INE, la provincia de Almería ya supera en PIB per cápita a Granada, Córdoba o Málaga.
No me extraña.
Creo que esta tierra en la que tan ausente estuvo el Estado ha tenido que buscarse la vida. Todavía hoy hay mujeres relativamente jóvenes que no saben leer y ni escribir y que, sin embargo, han tenido que ganarse la vida trabajando. Muchas veces solas porque los maridos emigraban bien a Argentina o a Alemania o a Cataluña. Mujeres que han habitado una tierra en donde no había hospitales ni escuelas. En donde las redes del Estado de Bienestar tardaron más de lo deseable en aparecer.
Los días son todos iguales en Almería. No está esa incertidumbre tan entretenida que representa el tiempo. Siempre hay sol. A veces hay un viento terrible y el polvo lo impregna todo. Ya les dije que la arena no es tal y cuando vuelvo de la playa tengo las patas sucias como si hubiese estado corriendo en un descampado. Aquello no es arena, es tierra. Son escombros.
Desvaríos sobre la cala solitaria
Me parapeto bajo una sombrilla. Miro el horizonte. Veo grandes buques cargueros. Y me entretengo viendo gente desnuda.
Normalmente, no me saco la ropa. A pesar de que nací cerca del mar no soy un bicho de playa. Siempre me ha parecido un paisaje inhóspito. La arena me pica. El viento me molesta. Y en general me aburro. Ahora con los niños más grandes es distinto. Ellos juegan y yo leo. Me entretengo viendo a la gente. No entiendo muy bien la pasión por las calas solitarias. ¿Qué hago en una cala solitaria? A mí me gusta la gente, el chiringuito. El kiosko de diarios. El palito bombón helado. La liturgia de la playa. La calita abandonada está muy bien para sacar una foto y huir al bar.
Al final, me convenzo de ir a la calita. Son lindas. En especial, la cala del Peñon Cortado que está entre Águilas y Vera y donde hay una mina abandonada. Saco fotos de la roca porque es curiosa. Le busco un fin a este paseo que es saber más sobre esta mina y esa roca. Saco fotos que mando a mi amiga geóloga. Me acerco al mar bravío que explota casi en mi cara. Y me digo que esta no es playa para los niños.
Termino el paseo descalza. Cuando vuelvo a buscar mis sandalias, ya no están.
El mar alemeriense se las ha llevado mar adentro.
En estas calas la piedra parece ceniza volcánica o trozos de chocolate para comer. Cala solitaria. Hermosa en la foto.
Lo bello, lo feo y lo económico
Un día decidimos, no sé por qué, ir hacia Murcia y terminados en una ciudad balnearia feísima y calurosa. A mí no me importa mientras vea gente. Es curioso. Seguimos escuchando el cockney por todos lados. Y los carteles de SE VENDE inundan el paisaje. La gente es feliz y lo entiendo porque en realidad uno sabe que sentirse bien no pasa por la belleza de las cosas. Quizás es compartir un momento. O aprender algo. O disfrutar la brisa. Nunca entiendo a los que eligen lugares bellos para veranear.
¿Qué me importa a mí la belleza de la cala solitaria?
Para mí la belleza es ver culos arrugados en la playa. Es tirarme a leer. Es comer un rico arroz con bichos de mar mientras admiro unas palmeras artificiales. O escuchar el cockney de unos ingleses tatuados que charlan entre sí.
Con esta elucubraciones, nos sentamos en una terraza donde el sol no es tan asesino y comemos barato y mal. Igual la pasamos bien. España también es eso. Observo las palmeras. Veo a mis niños. Caminamos. Charlo con mi chico.
En otra ocasión, vamos Agua Amarga. Hay piedras. El mar parece una laguna chata y oscura. Los niños saltan de piedra en piedra porque no hay arena. Yo toco esas rocas. La verdad es que Almería tiene hermosas rocas. De distintos colores. Mi niño se entretiene con las formas. Las texturas. Los colores. Y pienso en los elementos que a lo largo de los siglos han creado esas formas. Pienso en los dedos de mis hijos acariciando esos objetos. Y me entretengo imaginando la vida de esaa gente del pasado que también tocó esas rocas. Los mineros. Los piratas bereberes. En efecto, no solo Agua Amarga, Los genoveses, Las negras, eran escenarios de invasiones piratas y de luchas por defender ese territorio que, en realidad, poca gente quería habitar.
Cuando buscamos un lugar para comer está todo lleno porque siempre improvisamos. El sol raja la tierra y los chicos están de mal humor. Estamos cansados y calurosos. Y por fin encuentro un italiano con aire acondicionado. Debo decir que la cocina italiana de Almería es muy buena.
Transcurrimos por las callejuelas. Hay un uso espurio de cactus. Se lo ve en los jardines, en las esquinas, en las macetas de los vecinos y también en los bolsos, en los imanes de heladera. El cactus se transforma en mercancía y sucumbo comprando un imán para mis hijos. Al igual que las tinajas, antaño medio de vida, y hoy objeto de decoración de las familias de clase media.
Todos coinciden en que los invernaderos han traído prosperidad y me acuerdo de Keynes que decía que lo feo y vil trae prosperidad económica y lo bueno y bello, no. Como decía en Lo bello, lo bueno y el dinero, Keynes planteaba una utopía sin empleo en el que el cambio tecnológico nos iba a librar de las tareas más arduas pero, mientrs tanto, era menester dedicarse a la vil tarea de ganar dinero. Dejar de lado la belleza en pos de un futuro utópico y hermoso lejos de las garras del dinero. Han pasado casi 100 años y no parece que estemos cerca de esa utopía o por lo menos la utopía en Almería y en muchos otros sitios pasa por tener trabajo porque no tenerlo, lejos de abocarnos a la creación de belleza nos aboca a la pobreza.
Por suerte, Cabo de Gata es un parque protegido. Gracias a ello, no vemos invernaderos y disfrutamos de esa calma. Pero entiendo que el invernadero es prosperidad para muchas familias y entonces dudo. Esa tensión constante entre la belleza y la economía es fascinante. A mi me gustan las dos pero está claro que lo bello es antieconómico. O por lo menos en términos capitalistas.
Nos detenemos en San José. Paro en un tienda gourmet de aceites de olivas andaluces. Un kiosko hermoso que vende The Sun y otras revistas del corazón en alemán y en inglés. Al lado, hay un bazar chino que vende montañas de snorkeles para ver los peces. Y me acuerdo de la rusa que me contó la historia de Almería y de aquellas mujeres.
Y no puedo dejar de preguntarle,
―¿Y este museo es suyo?
―Compré la casa y la fui refaccionando poco a poco. Yo vivo arriba.
A un costado veo un rincón con libros de la zona y ella que me sigue contando la historia de cada rincón del pueblo con una devoción que no le he visto a ningún nativo. En especial, porque casi no he visto nativos.
―¿Y recibe alguna ayuda del Ayuntamiento para su museo?
Se ríe. Porque esta gente es simpática.
― No, solamente un cartel indicativo.
Me detengo en el kiosko y lo toco todo. Los diarios. El olor de las revistas. Los cubos de la playa. Vayas donde vayas, no hay playa si no hay un buen kioskón donde hojear cosas. Este me pareció especialmente lindo.

Los exploradores de antes
Gracias a este paseo descubro a Juan Goytisolo y sigo sus pasos en Campos de Nijar. Él lo hace a pie. Va solo. O eso parece y pienso que ese viaje una mujer nunca podría haberlo hecho y que esa hermosa crónica nunca podría haberla escrito yo porque andar sola sigue siendo hoy peligroso para una mujer incluso en países como España. Pero veo que tiene pasajes maravillosos y que sigue vigente. Es esa melancolía. Esa tristeza infinita mezclada con la luz cegadora. Y me acuerdo del relato de unos viejos que esperan a su hijo que vuelva. Saben que no lo hará y sentados hablan con Goytisolo.
Solo esperan la muerte.
Y Goytisolo me hace acordar a Gerald Brenan, otro fugitivo de su tierra, alguien contemporáneo que arriba a una tierra ignota y la hace suya. Así que quedó plasmado en obras como Al sur de Granada. Y pienso que estos viajeros se maravillaron por ese enorme retraso ¿O había algo de acomodaticio en eso de dejar la prosperidad y ser el «señorito bien» en un territorio de pobres y analfabetos? Todo esto me lleva a pensar si en la era del me too hubiese sido posible una película tan entretenida como buenista como lo fue Al sur de Granada, basada en las memorias algo polémicas de Gerald Brenan. Y también pienso en la modernidad y qué significa. Porque estoy leyendo a Nick Srnicek y ando deconstruyendo términos neoliberales como ese. ¿Lo moderno es económico? ¿Lo moderno es bello? ¿La modernidad es capitalista?
Garrucha es artificial y curiosa
Otra de mis paradas es Garrucha. Esta ciudad balnearia es simpática. Recuerda un poco a Necochea. Tiene el caos urbanístico típico de cualquier ciudad al borde del mar y pienso que quizás nosotros, los del Atlántico Sur, hemos heredado algo de esa decadencia. Pero hay algo más. Su playa es muy fotogénica. La arena parece blanca pero cuando te acercás, es polvo. Un polvo mugriento que te deja las patas negras.
Insisto: a mi no me importa andar un poco mugrienta. Pero a lo que quería ir es que me dicen que antes esta playa no existía. Garrucha apenas era un conjunto de piedras en el mar pero la construcción de las dos escolleras y el transporte de arena artificial produjo una gran playa que sale muy bien en las fotos. Es amplia, es blanca. Pero para los niños no es muy apta por la gran presencia de cascotes y la complejidad de este mar.
Camino por las calles con algunas bolsitas en las manos. Siempre llevo mi mochila cargada de cosas importantes como cartas Pokemon, una libreta, al menos dos libros. Por supuesto, unos lápices. Crayones. Y mucha, mucha mugre. Migas de diversa índole. Virutas de lápiz. Algún alimento aplastado.
Esta vez estoy decidida a encontrar una librería. Yo siempre asocié el verano y la playa a los libros, quizás porque siempre veraneé en una playa con mal tiempo y los libros, los fichines y los juegos de mesa eran fundamentales. En Almería no es necesario que la gente lea, o eso parece. Además es super entretenido ver cosas hermosas como un auto rojo con un guepardo en el capot. Los lugares de playas siempre tienen algo de decadente y marginal que le suma mucho al veraneante. De estas cosas a veces discuto con mi chico que siempre anda buscando la belleza. Y yo pienso que si tanta gente elige estos lugares es porque busca otra cosa. Y, de vuelta, vuelvo a la felicidad y pienso que ese felino en el capot también es la felicidad. Pero después de caminar un tiempo sin rumbo encuentro lo que busco, una librería papelería que tiene un pequeño fondo. Se llama Macondo. Es más un paseo. Una intención que otra cosa. Me llevo dos libros infantiles a buen precio. Y dudo si llevarme algo de Stephan King porque es muy lindo que al menos en cualquier librería haya algo de King.
Felino en el capot. Esto también es la felicidad.
Camino por la costanera. Y me pongo a buscar a una verdulería. Parte del plan en los lugares de veraneo es buscar cosas. Una librería. Una carnicería. Un resturante. Leer reseñas es otro plan. Y pensando en estas cosas se te pasa el día.
Y entro en un mercadito donde me llegan los aromas de las frutas de invernadero. Porque de esos plásticos feos salen unas frutas riquísimas. Me llevo unos duraznos y charlo con la vendedora una señora amable y de poco hablar. Me dice que estuvo con mucho calor. Cree haber tenido fiebre porque se ha vacunado.
Charlamos sobre lo obvio. Las dosis. Las fiebres y las farmacéuticas. Y pienso que quizás tuvo calor porque efectivamente HACE mucho calor.
Sigo camino con mis bolsas de frutas. Todos en mi familia las devoran.
El agua es un milagro
Cerca de Vera-playa hay un milagro. Algo que si no estuvieramos en Almería, no nos sorprendería. Un espejo de agua chulísimo que al atardecer parece un plato dorado y playo. O, de a ratos, plateado. Y clavados en el agua, aquellos palos, que en realidad, son las patas de las garzas. También hay flamencos y, obvio, les miro las extremidades. No son rojas como las de Horacio Quiroga. Son todos blancos. Y hay patos y otras aves de la familia. Mi hijo me recuerda que, en el fondo, son todos dinosaurios.
Las garzas planean. Agitan y baten las alas en el agua. Mi chico lo capta todo con su cámara. El movimiento queda fijo, atrapado en esa imagen. Y en mi retina.
También en todo eso hay belleza.


Sobre la inevitabilidad de la sombrilla y otros mandatos
Todo el mundo me dijo antes de viajar que me comprara una sombrilla. Acá es un elemento imprescindible. Y además, me inundaron de recomendaciones imprescindibles para el veraneante de las playas del sur.
Y debes madrugar.
Y debes llevar sombrilla.
Y vete a una cala lejana.
Mejor vete tarde.
No vayas en coche.
Vete en coche.
Llevate unos sandwiches.
Imprescindible, la neverita.
Agotador, señores.
Y solo de pensar en lo arduo del asunto, concluyo que lo mejor es ir a la playa en las horas más tardías o alquilar sombrilla que es asombrosamente barato. Paso de preparar meriendas y movidas. Mi chico sucumbe a la neverita y la carga con orgullo. Es un veraneante feliz y yo celebro tener agua fresquita.
Me acerco a un señor de una playa poco salvaje. El chiringuito tiene la música cañí a todo lo que da. Un loro azul despintado en el muro de la entrada. El Blue Parrot está abierto dispuesto a que alguien lo experimente. El sombrillero me mira y le pregunto por el precio. Apenas habla y lo que dice me cuesta entenderlo. El andaluz de estas tierras habla poco. No es charlatán. Yo quiero conversar. Decir algo interesante. Sacar algo de información. Me cuesta obtener algo de estos habitantes tan herméticos. Abro la boca. Pronuncio palabras. No me responde. No me escucha. O no me entiende. Y no hay manera.
Logro que coloque dos tumbonas que acá llaman hamacas.
Nos sentamos a mirar el mar. Toda la familia. Y las hordas de parejas están desnudas porque resulta que estoy en un enclave nudista de referencia en Europa. Y escucho a lo lejos el ruido del tren turístico. Solitario y a medio llenar que pasa por ahí. Se desvía del hotel emblema del nudismo porque tuvieron que cambiar el itinerario por los insultos y burlas de los pasajeros. El nudismo por acá es un estilo de vida y a los que no nos quitamos la ropa nos llaman textiles. Playas textiles y playas nudistas. Y muchos tatuajes porque si vas a ir desnudo, el tatuaje es una forma de vestirse. Y me rio porque a la noche tenemos una linda charla con mis niños sobre los pitos de Almería, sobre los tamaños y sobre todo lo que hemos aprendido sobre el asunto.
Y decido que es hora de partir. Guardamos las cosas. Los toallones con el mapa de Almería. Los cubos. La crema. Nuestra humanidad completa. Y deambulamos por las semivacías urbanizaciones al son de una lejana música.
Alguien canta en inglés para un escaso público que toma pintas.
Esperan ansiosos la final de Inglaterra vs Italia.
Fuentes
Goytisolo, Juan. Campos de Nijar. Seix Barral. 1959
Sira Laguna y Cándida Rodríguez. Yo no fui a la escuela. Mujeres de Nijar. Asociación Amigos del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar
INE. Instituto Nacional de Estadística.
Brenan, Gerald. Al sur de Granada. Tusquets.1997
Keynes, Maynard. Las posibilidades económicas de nuestros nietos. Residencia de estudiantes. 1930
Srnicek, Nick. Inventar el futuro. Postcapitalismo y un mundo sin trabajo. Malpaso. 2017
qué ojo, qué pluma. Qué retrato: «A pesar de que nací cerca del mar no soy un bicho de playa. Siempre me ha parecido un paisaje inhóspito. La arena me pica. El viento me molesta»
Muchas gracias.