Omnipresentes. Poliformes. Oportunistas. Tienen la desgracia de permanecer. Japón los ama, quizás porque refleja aquellos valores que ellos defienden. Los plásticos evitan el contacto de la piel con los objetos y con otros seres.
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Ni olores ni ruidos
Una de las cosas que más llama la atención cuando uno llega a Japón es que nada huele demasiado. Ni lo limpio ni lo sucio. Eso, en principio, es bueno. Pero luego, te das cuenta de que los olores también son avisos de cosas que están sucediendo.
En este país nadie te avisa de nada.
Vuelvo a decir que no tiene que ser algo malo. Todos estamos hartos de las viejas españolas que te dicen por la calle lo que tenés que hacer. No callan y es un mal, hasta que uno se da cuenta de que son parte de la fauna del lugar y que, como tal, emite sonidos.
En Japón eso no sucede.
Así como los japoneses no gritan, tampoco huelen.
Son como fantasmas a veces.
La búsqueda de la limpieza
¿Qué mejor elemento para evitar los olores que el plástico? Pero este material hace muchas cosas más.
Aísla. Conserva. Altera. Elimina la belleza de las cosas (las cosas envueltas en plásticos suelen ser feas). Entorpece el tacto. Fulmina la destreza de los sentidos. Los avisos del dolor. La advertencia de los aromas.
Los supermercados en Japón son como joyerías. Objetos en exhibición que resultan hermosos. Esas uvas. Los melones. Los envoltorios. La belleza en cada pieza. Nunca un morado, un golpe, una evidencia de un pasado oscuro. Nadie maltrata a los vegetales. Al menos en público.
Agarro la banana. No puedo olfatearla ni palpar su blandura. El plástico encubre. No tres o cuatro piezas, sino una. Porque ya deben saber que hay mucha gente sola que compra UNA banana. Debe ser gente que viene a comprar todos los días SU banana.
Me dicen que el plástico es por higiene, pero nadie va a comerse una piel de banana ¿o sí? ¿No les parece que la misma cáscara de banana es un excelente aislante de la mugre de nuestras manos? No es tela, no es plástico, es bella envoltura que creó la naturaleza y que se autodestruye en cuanto es necesario. Incluso es linda su textura y resulta hasta un envoltorio hermoso, con ese color tan vivaz.
Sin embargo, vuelvo a pensar en todas las propiedades del plástico.
Aísla los virus. Contiene. Separa. Conserva. Corta la respiración.
Enferma, si es preciso.
Su durabilidad es paradójica. Su permanencia, un problema. Lo mejor, su transparencia. Su capacidad de adoptar formas insólitas. Su manía por estar al servicio de las causas abominables como juguetes, bolsas, botellas.
Quizás es fascinante esa obsesión por aunar la eficiencia con la fealdad. Porque una bolsa de plástico es ante todo la máxima expresión de la tecnología al servicio del ser humano y ya sabemos que una tecnología no tiene que ser bella.
Alguien se come el plástico
Necesito seguir pensando en este material. Sus propiedades son infinitas. Se reduce, nunca se arruga. No siente ni padece. Dicen que algunos microorganismos sin escrúpulos se lo comen. O puede que todos nosotros nos lo estemos comiendo. Yo sé que las botellas PET a día de hoy NO son biodegradables. Sin embargo, parece que estas bacterias son capaces de destruir el producto.
¿Como hemos llegado al punto de crear una tecnología que conserve las cosas para siempre? ¿Cómo es posible que luego tengamos que pensar en cómo cornos nos libramos de ella? Es lo perverso de la economía. El arte de crear problemas que luego hay que resolver. Para luego decir que somos muy inteligentes por haber podido resolver un problema tan complejo que nunca hubiéramos tenido de no ser por nuestra escasez de miras.
Y así nos damos cuenta de que pudrirse tenía algo bueno. Descomponerse era de sabios. Señores, habría que levantar una bandera en defensa de la podredumbre. Un alegato de la putrefacción.
Viajantes infinitos
Las bolsas de plástico suplen el sueño de cualquier turista. Recorren distancias inimaginables. Se la pasan viajando. Hacen trayectorias impensadas. Cumplen funciones variadas a lo largo de su vida. Conviven con diversas clases sociales. No son tiquismiquis. No se andan con caprichos. Son manoseadas, estiradas, sobadas hasta el cansancio. Puede que haya algo de supervivencia del más apto como nos recuerda Olga Tokarczuk en Los errantes:
Los especialistas sostienen que las bolsas de plástico constituyen un nuevo capítulo de la existencia, que trastocan los sempiternos hábitos de la naturaleza, pues se componen únicamente de superficie, por dentro están vacías, y que esa renuncia histórica a contener les reporta pingues beneficios evolutivos” (p. 379)[1].
Y también son símbolo de status. Porque la bolsa de plástico oculta el producto si es preciso, pero muestra la marca. Saber agarrar la bolsa es un arte y hay que portarla con elegancia. Yo ya no pido bolsas, voy con un carrito de señora muy a gusto. Pero confieso que la bolsa en la cabeza me ha salvado de algún tormentón.
Todavía las apreciamos cuando sacamos la basura. Nos gusta que contenga los olores y las miserias de lo que descartamos. La bolsa nos interpela, nos recuerda nuestros propios residuos. Nuestra propia existencia en la que lo que desechamos es más grande y voluminoso que lo que dejamos.
Hoy saco una bolsa enorme de bandejas de plásticos. Es inevitable. Se come mucho afuera. La comida preparada está por todas partes y es más barato a veces que andar cocinando. Y, mientras más ricas y sedentarias nuestras sociedades, más generadoras de residuos. Aquellos grandes consumidores, son también productores de basura y se me ocurre que es como un reflejo aumentado de nosotros mismos. Un reflejo de algo grande y oscuro que permanece. Y parece que a medida que envejecemos aumenta esa cantidad de desecho indestructible hasta que somos nosotros mismos, los que nos convertimos en residuo.
Cuerpo que alimenta a otros cuerpos. Economía circular.
¿Y qué queda? Los dejo con estas bellas palabras de Ida Vitale que inspiraron un relato mío que salió publicado en la antología Si cerca hubiera un mar homenaje a la poeta uruguaya[2].
Disfruten.
Residua[3]
Corta la vida o larga, todo
lo que vivimos se reduce
a un gris residuo en la memoria.
De los antiguos viajes quedan
las enigmáticas monedas
que pretenden valores falsos.
De la memoria sólo sube
un vago polvo y un perfume.
¿Acaso sea la poesía?
[1] Tokarczuk, Olga. Los errantes. Anagrama. 2019
[2] Almada Sonia (Ed.). Si cerca hubiese un mar. Las lolas. 2023
[3] Vitale, Ida. Poesía reunida. Tusquets. 2017
Blades le cantó a la muchacha plátrica con cierta crueldad https://www.vagalume.com.br/ruben-blades/chica-plastica.html
Otras épocas. Se lo perdonamos.