A raíz de la polémica sobre algunas herramientas de inteligencia artificial para generar textos literarios o ilustraciones, reflexionamos sobre cómo decidimos que algo es bello. ¿Nos parecen lindas las cosas porque suponemos que las hacen humanos?
Un revuelo para pensar
Hace unos días se armó un lindo quilombito por dos situaciones paralelas relacionadas con la ciencia ficción y la inteligencia artificial. Por un lado, se cuestionó fuertemente a la revista literaria Supersonic, por que una de sus editoras, Nieves Mories, utilizó herramientas de IA en la portada de la revista. Ella describió y fue sincera con su forma de trabajo que detalló de forma concreta en las redes sociales. Aun así, le llovieron críticas, muchas de ellas, bastante violentas.
Por otra parte, Neil Clarke, editor de la revista Clarkesworld, tuvo que cerrar abruptamente su convocatoria en inglés de relatos cortos porque recibió un aluvión de spam, es decir textos plagiados con IA. También en este caso toda una serie de indignaciones y especulaciones se pusieron en marcha.
Yo asisto, todavía un poco perpleja a todo esto porque me parece que el mundo está cambiando muy rápido y, en realidad, seguimos debatiendo los mismos temas: cambio tecnológico, fin del trabajo, mundo creativo, derechos de autor, bienes intangibles, plagio, la experiencia estética.
Y en este escenario, me pasma que la gente tenga posturas tan claras e inamovibles sobre asuntos que, en realidad, son bastantes complejos, como es la tecnología y la economía.
Mis intuiciones con algun fundamento
Señores, a día de hoy, estas IA (también podemos debatir si, en realidad, son inteligentes o son meros agregadores de textos), no pueden competir con la escritura de un humano. Suelen ser textos mal escritos. Son planos. No tienen vida. Quizás son correctos gramaticalmente porque la gramática es algo que se puede sistematizar bastante. Encuentro que es uno de esos saberes que podría ser reemplazado por una tecnología, como en su día lo fue la calculadora que nos eximió de muchos cálculos que antes teníamos que hacer a mano. Y a esto me suelen contestar los agoreros: quizás ahora no escriban bien esos programas pero lo harán en el futuro.
Y entonces yo tengo que decir que una herramienta que está para solucionar problemas, es lo que debe hacer: resolver algo que el usuario le pida. Quizás pueda servir para eliminar trabajos tediosos ligados a la escritura (no sé, me refiero por ejemplo a manuales de instrucciones, informes médicos, etc.) En este sentido, a lo mejor es más eficiente que esa persona que antes elaboraba aburridos informes, se dedique a algo que de verdad sea útil o al menos le llene más. Ya hablé de esto y de la renta básica a propósito de la polémica con los robots, pero me atenaza esta pregunta, ¿Podemos darnos el lujo de hacer tareas costosas y lentas que pueden simplificarse gracias a una tecnología concreta? Yo no tengo la respuesta pero recomiendo las lecturas de Piketty y Srnicek para abordar este asunto. En cualquier caso, hablamos de una tecnología que tiene como propósito servir para algo. Volveremos sobre este asunto.
Consumidores o productores: ¿quiénes pierden?
En realidad, aquí podemos ver el asunto desde una doble perspectiva, como consumidor (lector, audiencia, etc.) o como creador (ilustrador, escritor, etc.). Me dicen por un lado los primeros: hay información asimétrica. Yo quiero saber quién escribe la obra. Lo cual me lleva a pensar si es realmente importante para un lector QUIEN escribe las cosas o si nos interesa la obra en sí. Muchos dirán que no les importa, pero otros realmente necesitan saber quién está detrás de un escrito porque toman sus decisiones de consumo cultural en base a quién crea o en base a su ideología, etc. Y esto me hace pensar que las solapas de los editores juegan un papel mucho más importante de lo que pensamos. O quizás, son también literatura.

Miren qué belleza de solapa. Simple y al grano. Es de los Diarios de Iñaki Uriarte que edita Pepitas de calabaza.
Y son también ficción esas solapas como cuando creíamos que Carmen Mola era una mujer. ¿Por qué no nos escandaliza NO saber quién es Elena Ferrante? Y entonces, están los que me dirán: yo quiero leer textos de humanos, no me interesa lo que pueda decirme una máquina. Y los entiendo, pero ¿qué pasaría si un día surgiera un ser vivo diferente a un humano capaz de crear algo? ¿Nos interesaría? ¿Lo despreciaríamos por no ser humano?
Anónimo era una mujer
Pienso que muchos de estos debates se acabarían si todas las obras fueran anónimas. Si así fuera, no nos estaríamos preocupando por quién hace las cosas. ¿No les parece un poco extraño que andemos todo el rato con el tema de los creadores y nos olvidemos de hablar de literatura? En realidad, las sociedades fueron masivamente analfabetas hasta bien entrado el siglo XIX, me atrevería a decir que una buena parte del consumo cultural pasaba por el relato oral y entonces los cuentos de hadas eran anónimos y no nos importaba quién creaba las historias. No existía la idea de plagio porque las historias no pertenecían a nadie como no pertenece a nadie el arte de hacer una tostada. Incluso Keynes, se dice, plagió parte de su trabajo de otros, como sus estudiantes o el mismo EF Schumacher, como les contaré en otra ocasión.
Virginia Woolf nos dijo entonces: Anónimo era una mujer[1]. Porque muchas veces las historias anónimas era historias creadas por aquellos que tenían difícil hacer valer sus derechos. Y no es casualidad que cuando la idea de derecho de autor aflora, los primeros que van a acaparar esos ingresos van a hacer los hombres. Son ellos los que escriben y los que figuran como autores en las tapas de los libros como nos cuenta muy bien Virginia Woolf en Una habitación propia. Los hombres eran los que detentaban los derechos de propiedad en general, por lo que los comienzos en la recaudación de estos ingresos recayeron mayoritariamente en ellos. Se sabe que los cuentos de hadas eran historias que contaban sobre todo las mujeres a sus hijos. Nadie se apropiaba de nada y es curioso que tiempo después fueron Perroult, Andersen o Grimm, los recopiladores y los que, de alguna manera, pusieron sus nombres en las tapas de esos libros. Ahora decimos que son cuentos de los hermanos Grimm pero oscurecemos el hecho de que son historias anónimas probablemente creadas por mujeres. Hago este excurso porque llegamos al siglo XXI y esta idea de plagio y propiedad de algo ya está muy arraigada y entonces llegan las IA y para algunos creadores les da por pensar lo siguiente:
Me quitan trabajo
¿De veras es así? Si una herramienta como Chat GPT es capaz de robarte trabajo es que tus textos son de una calidad muy mala. Aun así, tendrías derecho a realizar esa labor. Nadie puede castigarte por ser un trabajador malo pero ¿nos interesa hacer obras de mala calidad?
¿No podemos, quizás, pensar que son herramientas con otros fines? ¿No somos los escritores lo suficientemente precarios como para poder pelear por mejores condiciones haciendo a la tecnología nuestra aliada? Yo quiero pensar que sí, y lo digo con muchas dudas y pocas certezas pero me animaría a ir hacia adelante y no volver para atrás. Porque la historia de los creadores de verdad es la historia de la precariedad y el aislamiento. Solo basta mirar los salarios medios en España para el sector de artístico que no llegan a los 16.000 euros anuales ( año 2020) solo en peor condición está la hostelería y el sector administrativo, tendencia que se mantiene en la última década (datos del INE). Un modelo, como ven, en el que solo una minoría vive a gusto. Si el actual sistema no da de comer a los escritores ¿por qué lo defendemos tanto? ¿no sería loable ensayar otra cosa?
Crear no sirve para nada
Yo tengo una intuición que tiene solo el aval de la observación de la historia de los grandes avances de la ciencia y la literatura. Y es que la verdadera literatura es disruptiva. En ese sentido, no tengo nada que temer con estas herramientas que, a día de hoy, solo juntan información y predicen, a lo sumo, un comportamiento. La creación verdadera es incomprendida, extraña, azarosa. Todo lo contrario de una IA, al menos, tal como la conocemos los ciudadanos de a pie.
Entiendo, además, que la IA, como cualquier tecnología, tiene como objetivo principal solucionar problemas. Sirve para algo. Su premisa básica es la utilidad: todo lo contrario de lo que le pedimos a la literatura que no debe servir para nada concreto. En esto, comparte similitudes con la filosofía. Por eso veo una contradicción en sí misma entre IA y la creación. La IA es utilidad. Es medio para algo. Es funcional al capitalismo, que son medios y fines. El arte, por el contrario, es un fin en sí mismo.
Y se me ourrre que quizás en el futuro las convocatorias de escritores puedan hacerse escribiendo en directo en un espacio consesuado y libre de artilugios tecnológicos a excepción del ordenador pero entonces me toca preguntarme: ¿para qué estamos haciendo todo esto?
Yo quiero cosas bellas. Bonitas. Emocionantes. Y me pregunto una vez más, ¿me parecen bonitas y emocionantes porque las creo humanas? ¿Me estoy dejando subyugar por el embrujo de la solapa para apreciar una obra artística?
Los ojos que miran, crean
Por último, todo este asunto me hizo pensar sobre la noción de gusto. Una palabra que en economía siempre ha sido despreciada y poco analizada porque en los modelos económicos el gusto siempre es una variable exógena. Para saber más, presiento que debemos volver a Pierre Bourdieu que supo contarnos cómo es que se forma esta noción de lo que consideramos bello. Transformar algo en experiencia estética depende en gran medida en la actitud del consumidor más que en el productor. Son nuestros ojos los que miran la obra de arte de una determinada manera. (En efecto, he dicho en alguna ocasión que los lectores también deberíamos cobrar derechos de autor porque revivimos y transformamos esa historia en nuestra cabezas. Gracias a nosotros esa narración sigue viva.)
Dice Bourdieu en La distinción[2]:
Si ciertamente la obra de arte, como observa Erwin Panofsky, es aquello que exige ser percibido según una intención estética (demands to be experienced esthetically), y si, por otra parte, todo objeto, tanto natural como artificial, puede ser percibido de acuerdo con una intención estética, ¿cómo evitar la conclusión de que es la intención estética la que «hace» la obra de arte, o, utilizando aquí una expresión de Saussure, que es el punto de vista estético el que crea el objeto estético? (p.51)
Nada más cierto esto en el campo de la poesía, en donde parece que se enciende algo dentro que es único e irepetible en cada lector. E incluso en un mismo lector esa mirada muta con el tiempo. Parece casi que es el lector el que hace todo el trabajo. Quizás es un embrujo.
Fíjense en este haiku:
Escribo, borro, reescribo,
borro otra vez, y entonces
florece una amapola. [3]
Yo lo encuentro bello porque le estoy dotando de una experiencia estética que en otro momento quizás no la hubiese visto. Es la educación, el momento de la vida, el clima. Algo en el ánimo que nos hace conectar con otros. Siempre en la poesía está la idea de seguir viendo con extrañeza ciertas cosas.
Los hábitos culturales, son culturales
Y encontramos que todo esto tiene que ver con nuestros hábitos, con nuestra clase, con nuestra educación. Con algo que no es universal. Elegimos que algo es bello por razones que vienen moldeadas por la cultura. Por eso me pregunto qué nos pasa a los consumidores culturales cuando nos dicen que tal texto o tal ilustración está hecho con una IA. Algo nos altera. Nos parece que no es lo mismo. De alguna manera, conectamos con lo bello suponiendo que del otro lado hay un humano. Nuestra apreciación de la obra va de la mano de muchos presupuestos que son culturales.
“El análisis de Bourdieu concluye que el placer que suscita la contemplación de un hecho estético está lejos de ser una experiencia universal. El disfrute estético supone la dominación de un código de desciframiento, de manera tal que, aquello que los entrevistados presentan como perteneciente al orden de las emociones, «el amor al arte», es fruto de un aprendizaje informal y no consciente (producto de la frecuentación temprana e inserta en la rutina familiar y de la adquisición de códigos de valoración naturalizados que le es inherente).”[4]
Y si ensayáramos obras anónimas, ¿cómo influiría en nuestra experiencia como consumidores culturales?
Me quedo con la duda. Como siempre.
[1] Woolf, Virginia. Una habitación propia. Seix Barral. 2002
[2] Bourdieu, Pierre. La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Taurus. 2012
[3] Hoffmann, Yoel. Poemas japoneses a la muerte. DVD poesía. 2001
[4] Duarte Acquistapace, Deborah. Lectura y habitus: un acercamiento a la sociología de la lectura. Literatura: Teoría, Historia, Crítica, vol. 22, núm. 1, pp. 321-338, 2020 Universidad Nacional de Colombia.
Me parece que el debate fija la atención sobre el texto, que es sólo una parte de la mediación comunicativa. No leo si no sé quien escribe o si no me identifico como el receptor adecuado el texto. Los textos de las máquinas de la AI son como la música ambiental que se compone con máquinas con secciones rítmicas de marcha convencionales. La escuchamos en los trenes, las salas de espera, pero no las atendemos como la música que «compramos» porque nos identificamos con ella. Esos textos los vemos sin mirarlos como la publicidad del subte. En el periodismo hace ya años que buena parte de los despachos de agencias de noticias sobre resultados deportivos o de bolsa están confeccionados con máquinas. Y eso no ha cambiado para nada la mediación comunicativa, que sigue atada a la voluntad expresiva, la sustancia de la confección textual y la atención de quien lee. No todo lo que suena es música, no todo lo que está armado con letras es arte o comunicación.
Por eso digo que no hay que temer si uno escribe con algo de alma. Al menos a día de hoy. Todavía no sucedió nada sustancioso. Asustarse por anticipado es una pérdida de tiempo.