Hoy hablamos sobre una utopía. Un mundo sin escritores y con historias. En donde la narración es protagonista y en donde a nadie le importa quién escribió las obras.
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¿Qué tiene de interesante un escritor?
El otro día leía las reflexiones de Silvia Plath en relación a su poca admiración hacia los escritores, en especial, a los poetas. Le gustaba la idea de ser especialista en algo como los plomeros, los electricistas. Adhiero a sus palabras. A mi también me maravilla la gente capaz de hacer algo muy concreto y práctico. Muchas veces este tipo de personas, ni siquiera hablan de lo que hacen. Simplemente ejecutan.
No pasa lo mismo en todos los ámbitos. En el mundo de la cultura asistimos a una raza peculiar. El artista y el intelectual abusa del uso de la primera persona. El yo. El “me han invitado”. “Me han publicado”. “Me han traducido”. Hay una especie de enfermedad del yo que es apabullante. Los plomeros no andan contándote su trayectoria profesional, tampoco los electricistas.
Y yo callo porque no sé muy bien qué decir ante tanta exaltación. Pienso que si tanta gente de la cultura hace eso es porque piensan que deben hacerlo para sobrevivir. Debe ser una especie de mecanismo inconsciente de supervivencia, como lo tienen los pájaros cuando tienen que cortejar a la hembra y despliegan toda su artillería.
Las redes sociales son el YO
A veces en Twitter debo contar cosas sobre lo que escribo. Promocionar mis artículos o mis libros. Me resulta un terreno bastante incómodo pero veo que muchos escritores lo llevan bien. En ese sentido, intento que mi humilde aporte a este circo sea algo de reflexión en torno a la literatura y la filosofía.
Quizás soy una ingenua porque yo observo que se llena el espacio virtual de selfies, sonrisas, eventos y buenrrollismo que no se ve con el mismo ahínco en otros sectores. Muchos escritores incluso desarrollan verdaderas dotes de oratoria. Y eso me deja maravillada. Es como si ellos fueran un continuo entre lo que escriben y lo que son en su vida pública.
Todo eso me resulta muy ajeno. Cuando me preguntan qué ando escribiendo, suspiro fuerte. No sé muy bien qué responder. Cuando escribo, soy una persona desconocida e imprevisible. Quizás, un OTRO que habita en mí. O justamente, dejo el YO y solo soy escritura que fluye. Desaparezco.
Y luego está mi vida «civil» en la que soy otra persona muy distinta. Entre ambos mundos, hay una desconexión tan fuerte que muchas veces, no sé qué decir. Y en ese esfuerzo por hablar (y contestar la pregunta de qué estoy escribiendo), es un poco como remontarme a otro tiempo. Y me encuentro con que debo estudiar o realmente hacer un esfuerzo de memoria para reconectar con lo que escribo y expresarlo.
Lo hago y algo sucede, pero en ese contar, se genera otra lejanía. Algo extraño. Sale un relato partido. El relato del relato. Y otra vez me sorprendo. Porque me escucho a mí misma con sorpresa. Igual sirve porque uno acomoda ciertas cosas ante la mirada del otro.
Al mismo tiempo, y esto es sumamente contradictorio, ando rumiando la escritura todo el rato, en cada movimiento. Como si llevara los libros escritos ya en mi cabeza hasta que se me hacen una carga muy pesada. Y entonces cuando escribo es como vaciar un poco la pesada mochila.
Lo que quiero decir, es que no es un disfrute especial hablar de lo que me gusta. Pero todo esto me lleva a pensar que, en realidad, mucha gente se dedica a esto de la creación para hablar de ello. No lo juzgo, pero los veo disfrutar tanto contando, que me pregunto: ¿realmente les gusta escribir?
Alabados sean mis amigos
Otro asunto que me tiene perpleja (y relacionado con lo anterior). Los elogios desmesurados (ya hablé de este asunto mucho). Veo a muchos escritores que se elogian entre sí. Todo el rato. ¿Cómo puede ser que haya tanto amor y cariño por gente que se dedica a lo mismo que uno? Pienso que es estadísticamente imposible querer a tanta gente y encima en un ámbito tan pequeño como el cultural. No me dan los números. ¿Cómo es posible que haya tantas personas brillantes, que estén vivas y sean tus amigas? Realmente quiero estar en esas cabezas para entender.
Yo tengo el problema de que admiro obras de gente ya muerta. Quizás necesito esa lejanía. El paso del tiempo. O la geografía. Porque pienso que, en el presente, hay todavía mucho ruido, y las cosas deben morir un poco para verlas en perspectiva.
Es como cuando hablaba del problema de biografiar la vida de alguien que está vivo. Es un incordio para la familia. Es difícil. Y es posible que el biógrafo no pueda decir todo. El paso del tiempo, otorga algo de impunidad al escritor. Se escribe con más libertad. No hay necesidad de elogios inoportunos y estridentes. Se habla con calma. Se abandonan los ataques personales.
El fetichismo de las palabras
Lo ideal sería que todas las obras fueran anónimas y que realmente nos centráramos en escribir y no en hacer culto al artista. ¿Cómo hacemos para abandonar el YO en una cultura tan individualista? Antes, cuando se contaban cuentos de hadas, se transmitían las narraciones de forma oral. No había capitalismo, ni idea de autor ni de propiedad. A nadie le pertenecían. Y de alguna manera, cuando se instituyó el concepto de autor, obra y propiedad, los mayores beneficiados fueron ellos: los hombres. Porque tenían el tiempo para educarse y escribir. Pero más allá de la discusión de género, nuestro sistema económico pone en primer plano a los de derechos de autor, como si ellos mismos, por el mismo hecho de existir fueran un sustento para el escritor (que no lo son en la mayoría de los casos). Lo que esto significa es que se oscurece todo tipo diálogo del escritor con su cultura, su entorno y todo aquello que posibilita la obra y opaca además el papel que tiene el lector en la creación de esa obra.
Otra vez invisibilizamos y callamos y entonces nos parece que no existe. Un sistema económico que ensalza el YO, quizás producto de esa moral cristiana que nos recordaba Bertrand Russel, que pregona la salvación individual, nos lleva a esa constante reafirmación para sobrevivir. Parece que el sistema nos empuja a eso porque la remuneración sucede en base a esa premisa. Hay un sustrato económico en esa relación de la obra con el artista. Necesito decir que fui YO, para que me paguen. Por eso no juzgo.
Pero no dejan de existir las cosas si no las nombramos. El trabajo invisible sigue existiendo aunque no lo nombremos. Quizás sea hora de un pensar en colectivo. La idea de los impuestos y las subvenciones van en esa dirección pero seguimos centrando todo en el individuo. ¿Es posible ir en otra dirección? ¿Puede la renta básica solucionar, en parte, estos asuntos? ¿Si no somos capaces de individualizar el aporte que hacemos como trabajadores por la misma naturaleza de nuestro trabajo y de lo que somos, producto de muchas generaciones, de nuestro entorno o de nuestra familia, cómo vamos a individualizar el salario? ¿No es el salario individual como hecho númerico una idea artificiosa que NO refleja el verdadero aporte de esa persona a la sociedad?
Debe morir el autor para que surja el lector
Hace tiempo decía, medio en broma y medio en serio, a propósito del maravilloso libro de Solenoide de Mircea Cărtărescu , que los lectores también deberíamos cobrar derechos de autor, en la medida en que construimos y reconstruimos el relato en nuestras cabezas. La obra se sigue escribiendo en la mente del lector.
Una vez que la obra está escrita, el autor muere y nace el lector. Quizás esta idea tan atrayente es la que está detrás de mi afición a leer escritores muertos (en efecto, dije también que Solenoide parecía la obra de un escritor que murió hace muchos años).
Y me topo con Barthes que en su maravilloso ensayo La muerte del autor[1]:
“el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas”.
Me gusta mucho la idea que plantea Barthes de que tenga que morir el autor para que surja el lector. Sería justamente hacer literatura, por amor a la literatura.
Fíjense que, en muchas convocatorias de escritores, te piden una biografía. Una trayectoria, y además, incluso en muchos lugares, un carnet moral.
Seguimos en manos de YO. Incluso cuando tenemos buenas intenciones. Y usamos las palabras para adornarnos. Como ornamento. Para ensalzarnos. Para hacer crecer nuestro ego. Para mostrar lo bueno que somos. También para embarrar a otros.
Chantal Maillard dice:
Lenguaje: lujosa encuadernación de la ignorancia. (p.69)[2]
Y sí, hay personas así. Quizás yo lo soy. Fetichista de las palabras. Las usamos como joyas hermosas que adornan una creatura. Es la misma frivolidad de los vestidos. El gusto por lo bello. Aun así, seguiré imaginando. Especulando con un mundo sin primeras personas. Solo bella literatura. Algo que fluye. Sin firmas y autógrafos.
Solo historias. Y unas manos que escriben. ¿Cuáles?
No importa.
[1] Barthes, Roland. La muerte de un autor. El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1987
[2] Maillard, Chantal. La herida en la lengua. Tusquets. 2015
Ajustada y original percepción. Imposible no coincidir. «Le gustaba la idea de ser especialista en algo como los plomeros, los electricistas. » Hay que observar el cuidado que tienen esos artesanos con sus herramientas, el respeto que tienen por ellas, se las prestan y las heredan con gran cuidado. Hay escritores que por narcisismo o por lograr ventajas, arruinan el lenguaje, que no es de ellos.
A los escritores e intelectuales les gana el ego. Y se vuelven un poco insoportables.