Lulu de Mircea Cărtărescu es solo una excusa para hablar de la búsqueda de conocimiento, la poesía y los románticos alemanes.
Crear un mundo postizo
Cuando estudiaba Economía había muchas cosas que se daban por hechas: que era una ciencia, que no intervenían los sentimientos, ni el cuerpo, ni la sociedad, ni el gusto en la demanda y oferta de las cosas. Era factible (y deseable) plantear de forma «objetiva» un mundo posible.
Siempre me pareció que la ciencia económica, en su vertiente teórica y ortodoxa, era un universo bastante distópico e inquietante. La imagen de Robinson Crusoe siempre me impactó. El hombre solo con su dotación inicial. Así nos contaban la película en los libros de Microeconomía. Se construía todo un marco teórico a partir de una premisa muy simple: estamos solos, lo que tenemos es nuestro y no importa cómo haya llegado a nuestras manos. Fue una bonita forma de no explicar nada. Nadie heredaba, nadie recibía regalos, ser hombre o ser mujer no era tema.
La sociedad en los libros de Economía eran comunidades de robots que tenían información completa en un marco de racionalidad y en las que se teorizaba a partir de unos supuestos que tenían mucho de realismo mágico. Las cosas aparecían y desaparecían por arte de magia.
Luego comprendí que estos modelos, eran eso, un ejercicio interesante para razonar, era como hacer gimnasia con la mente o armar un puzzle. Uno jugaba con mundos imposibles. El problema surgía en las discusiones cuando algunos creían con razón que todo eso era mentira. Y del otro lado, muchos de los defensores de estos cuentos, se lo creyeron. Ambos bandos se enojaban muchísimo y eso también era divertido. La política entraba siempre para crispar un poco.
Yo siempre digo que nunca hay que creerse mucho nada.
Pero yo fui joven e ingenua y así como me creí algunas historias de la Biblia, también tuve pesadillas con algunos cuentos de los Hermanos Grimm y luego también aluciné un poco con el libro de Microeconomía de Varian. Uno es muy sensible a estas cosas y nos pasa porque nos pasamos la vida utilizando los símbolos. Queremos expresar un mundo entero a través de ellos.
Un símbolo es una insignia, una grafía, un emblema, una idea. Yo digo que quizás es un ancla. Y nos pasa que confundimos la retórica con la verdad.
Luego pasa el tiempo y entendemos que no existe tal concepto como la verdad, y que quizás la ciencia económica solo es retórica y eso relaja un montón porque además nos exime de tener que seguir dedicando tiempo a modelos matemáticos que ya dejaron de gustarnos.
Es liberador dejar de creer en las cosas.
Porque cuando creemos es como si estuvieramos agarrados muy fuertes a algo. Es apretar las manos, sostenerse. Como si nos balanceáremos aferrados a una soga. Hay que hacer fuerza, es antinatural, nunca espontáneo. Se lucha contra la gravedad de las cosas que se empeñan en desprenderse.
Por eso, cuando relajamos, es un alivio.
Todo esto era para decir que el estudio de la economía como se plantea hoy en día con esa terrible especialización, nos apaga la mirada. Sé que suena cursi decirlo pero es así. Antes no existía la ciencia económica y el que quería dedicarse a esto debía estudiar mucha filosofía y mucha matemática. Los primeros economistas eran grandes lectores, quizás la poesía jugara un rol más que importante en la forma que tenían de ver el mundo. Y pienso que quizás lo menos interesante de la ciencia económica, son los economistas.
Esa grisura y cortoplacismo es aplastante.
No era así cuando uno leía a los clásicos, a Adam Smith, a Keynes, a Stuart Mill. Porque eran capaces de hacer economía con los restos de la filosofía, con los arrebatos de sus lecturas de poesía, con los escombros que dejaba la matemática.
Pero las cosas cambiaron cuando nos dijeron que había que especializarse. Ponerse unas anteojeras. Dejar de mirar alrededor.
El mundo florido del ich
Realmente es muy difícil sostener la farsa mucho tiempo. Uno puede amar la razón y los números. Me parece que hay algo hermoso en todo eso pero llega un punto que necesitamos algo más. Instintivamente buscamos la belleza, incluso en algo tan árido como una formula matemática.
Por todo esto, fue un placer y un alivio caer en las frondosas garras de los románticos alemanes. Los economistas de hoy se pondrían nerviosos, como se ponían cuando tenían que estudiar filosofía. Todavía los recuerdo en las clases quejándose por la existencia de esa asignatura ¿de qué me sirve a mi estudiar filosofía?
Es verdad que no le deseo a nadie convivir con estos románticos. Claro que pienso que es mejor leerlos que conocerlos. Creo que no podría estar con alguien tan llorón y emotivo como Novalis o Hölderlin. (Por Dios, qué intensidad de gente pero qué hermoso cómo escriben).
Pero cuando hablamos de literatura, también estamos explorando lo que pasa del otro lado del espejo y es allí donde empezamos a permitir todo aquello que en nuestra vida cotidiana nos molestaría. Y entonces debo decir que pasar de los economistas actuales, grises sombras y ávidos de dinero, a los románticos alemanes es como pasar de una estepa ventosa a la voluptuosidad de la selva.
Dio la casualidad de que leyera Magníficos rebeldes de Andrea Wulf en consonancia con Lulu de Mircea Cărtărescu. (Tengo una sobredosis de ich impresionante). Es una forma de ver la vida a través de los ojos propios. En Lulu se reiteran algunas premisas: la idea de la dualidad, el trauma infantil, la gemela, la ambigüedad sexual, lo andrógino. Algo de todo esto ya está en Solenoide y aparece en textos más cortos como Los gemelos que se incluye en su libro de relatos Nostalgia (para mí, de los mejores relatos del libro). Yo veo Lulu como una aproximación de los asuntos que se tratarán en Solenoide.
Como digo siempre, a este tipo de libros se entra de una forma no tan racional. No se trata de entender una trama o contar una historia.
Es más bien habitar un espacio.
En este caso, el espacio del narrador o del autor, no lo sé. Uno simplemente, se sienta y contempla como cuando ve una película en la que debe dejarse sorprender.
Aunque en realidad, miento. No es exactamente así.
La eficiencia del libro
Leer no es como ver una película. El libro, en general, es un instrumento curioso. Requiere de un esfuerzo especial. Le pide complicidad al lector para que recree ese hábitat en su mente. Hay un esfuerzo bastante consecuente, por eso los libros de Cărtărescu no son fáciles, nos piden de alguna manera que le hagamos el aguante. A mi me gustan estos desafíos.
No me sorprende que la gente no lea, requiere tiempo, ya no es necesario para mantener una conversación, apenas da prestigio y no te vuelve necesariamente interesante. Nos pasa que los libros cada vez valen menos, no son un símbolo de estatus como usar un reloj o un móvil o viajar a lugares exóticos y caros. Leer un libro es un acto además solitario que implica dejar de lado la vida meditizada por el algoritmo.
Eso nos recuerda Ursula K. Leguin en Las chicas salvajes cuando dice:
“Pero a un libro tenés que prestarle tu atención. Lo hacés vivir. A diferencia de los otros medios, un libro es silencioso. (…). Lo oís solo en tu cabeza. (…). Leer es una colaboración. Un acto de participación.” (p. 77)
Hace tiempo decía que los lectores deberíamos cobrar también derechos de autor. Creamos junto a los escritores. Construimos en nuestra cabeza. Ursula habla de la eficiencia del libro como artefacto. Con tan poco genera tanto. Lulu despierta muchas cosas y confirma cosas que ya veíamos en Solenoide, es esa plasticidad para pasar de los fantástico a lo realista o esa capacidad para ir de un terreno a otro con total naturalidad. Tal vez tiene que ver con esta concepción del mundo en que la percepción del objeto y el sujeto son lo mismo. Y en ese cosmos se mezcla la observación de las cosas con toda su poesía. Los románticos alemanes creían en un mundo poético en donde la poesía incluso gobernara por encima de la ciencia y la razón (algo así nos recordaba Bifo Berardi). Andrea Wulf nos lo cuenta muy bien en Magníficos rebeldes, “ese pensamiento oscilaba entre la reflexión sobre uno mismo y la reflexión sobre el universo.”
Esto se intuye en esta novela, unas ansias de conocimiento total que empieza por zambullirse en las entrañas de uno mismo. Hay un viaje que, en vez de ser hacia afuera, es hacia las tinieblas, hacia lo oscuro, hacia el interior. Yo pienso que siempre hay búsqueda de conocimiento, de entender. De llegar a la totalidad de la comprensión del Universo. Quizás el camino sea plasmar las emociones u observar el entorno sabiendo que lo hacemos con nuestros particulares ojos.
Y que la objetividad no existe.
En Allí donde habitan las sombras, hablé de Goethe y su teoría de los colores. Ese arco cromático cambia según quién lo mire y ese protagonismo que tiene el cuerpo en esa mirada externa ya estaba en Solenoide y está en Lulu en donde predomina lo corporal, sus partes, sus órganos y los síntomas que acompañan. Y no solo el cuerpo humano sino los cuerpos más desagradables como los de los insectos. También en Lulu los bichos de esta calaña son protagónicos, en especial las arañas. Pero volviendo a esa búsqueda de entender por medio de la propia mirada, está la idea que ya adelantábamos de fusión entre sujeto y objeto.
“Voy a resistir, porque este espacio en las montañas, aunque vacío, parece acumular sucesos, difuminar unos a través de otros, borrar los límites (tan precarios) entre el mundo de nuestra mente y el de la mente más vasta que nos comprende a todos” (p.42).
La idea del doble no envejece
Creo que el hecho de que sea de géminis, puede influir en mi curiosidad por los dobles. Hace tiempo corría un rumor en mi familia de que había una réplica de mi abuelo del otro lado de la coordillera. Por supuesto, estos extremos son incomprobables, en especial porque los mismos rumores familiares se van transmutando. Pero, es verdad que, las historias de inmigración tienen ese ingrediente misterioso: ¿puede que haya otra familia igual al otro lado del océano?
La dualidad, como se mencionó en diversas ocasiones, está presente en toda su obra, no solo en Solenoide sino también en Los gemelos y también acá. Víctor, el protagonista, escribe a sí mismo (el yo que le escribe al yo) como cura a su enfermedad, también aparece y reaparece una hermana gemela, y está la dualidad entre la vida del escritor y su obra, así como la simetría entre el Víctor adolescente y el maduro (se llevan 17 años).
También siempre está ese otro de los mundos subterráneos o la idea del cuerpo como modelo de simetría perfecta: el narrador se percibe feo por tener su rostro asimétrico.
Y en la idea de asimetría siempre subyace algo monstruoso.
Los monstruos son asimétricos, deformes, no siguen ninguna armonía. En la naturaleza se sabe que los animales que tienen simetría bilateral (como los humanos, las mariposas o las polillas) tienden a poder desplazarse con más eficiencia. Nos referimientos a animales que pueden ser cortados por un plano en dos mitades iguales. Aunque dentro de estas dos mitades, siempre hay una ligeramente diferente. Algo que se sale del patrón.
En la mente del narrador, Lulu es un poco monstruoso. Genera algo de morbo su monstruosidad. Son esos contornos los que despiertan algo adictivo en el lector y en el mismo protagonista que se vuelve devoto de su sufrimiento.
Siempre queda la duda con estos románticos si no caen en la impostura, si esa misma exaltación de los sentimientos no es parte de un plan premeditado. Yo elijo creer. Siempre en literatura opto por dejarme arrastrar.
En este tipo de libros uno contempla y observa dejándose «flotar en el agua». No se trata de comprender una trama, creo que es una forma de ver la vida, es habitar la mente de otro, recrearla en uno, mezclada con los humores y los órganos propios. Con nuestras emociones, nuestros dolores de cabeza, nuestros dedos que pasan las páginas que también conspiran en construir la historia. Y nuestro tedio, curiosidad y la respiración que entra y sale y que acompasa las palabras. Se introducen, se instalan.
Y hacen lo que quieren.
Un acierrto (otro): «Hace tiempo decía que los lectores deberíamos cobrar también derechos de autor. Creamos junto a los escritores.» Impecable la prosa y la miurada aguda.
Gracias.