¿A dónde van los retales, los sobrantes, las mugres, las palabras no dichas? ¿En qué habitáculo oscuro viven los desechos de todo aquello que no tiene luz? De todo esto escribí hoy y del misterio del arte para lidiar con todo eso.
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El desarreglo como bandera
Siempre que me miro la ropa tengo una hilacha. Una mancha. Algo roto o desarreglado. Me importa poco. El pelo es un ejemplo claro. No me peino porque peinada me veo peor.
Y hace lo quiere mi cabeza.
Hay gente que, camine por donde camine, es inmutable. Sale igual en las fotos (o, quizás, son mis ojos que así ven). El viento no les alborota el pelo, hay algo estable en su imagen. No hay altibajos. Relucen siempre y yo me pregunto, una vez más si no son nuestros propios ojos que miran de una forma concreta. De chica admiraba a una compañera ruluda que siempre estaba perfumada y limpia. Yo, en cambio, siempre tenía el guardapolvo sucio y los dedos llenos de manchas de lapicera.
Ya me colgaban las hilachas en ese entonces.
Me miro en el espejo. Hay veces que veo una imagen aceptable. Será la luz. La ropa del día. El humor. Otras, no soy de fiar y, en termino medio, siempre ando con un botón menos, manchas que ya no salen, zapatos de suelas gastadas. No es que tampoco sea una zaparrastrosa, pero esto de arreglar la ropa, el cuerpo, los textos puede ser desgastante. Incluso, las palabras. Los diálogos. ¿todo es susceptible de ser arreglado?
Mi dentista me mira los dientes. Le parece que están torcidos. También las piezas dentales hoy en día deben estar prolijas. Blanquísimas. Ordenadas. Y nos encontramos a hordas de cuarentones con ortodoncia invisible. Yo veo mi sonrisa. No es nada perfecta. Tampoco me importa. Todavía mantengo la coquetería pero hay algo en el afán de la perfeccción que es espeluznante y me aterra. Incluso el hecho de verme la cara todo el rato en una conversación de Zoom. No hay necesidad de estar observándonos todo el rato a nosotros mismos. También en esa idea de abandonar la perfección está el hecho de dejar que algo se acumule, algo que el sistema o la sociedad te dice que elimines.
Los lugares recónditos
Los retazos. Los flecos. La basurilla. ¿A dónde va todo eso que queda? Un malentendido. Una sospecha. Lo no dicho. El misterio. ¿A dónde van? ¿Dónde se quedan? Antes quizás había un afán de que no existiera esa grieta entre lo dicho y no dicho. Es ese afán de arreglar las cosas. Hoy convivo muy bien con la mugre. El abismo. La perplejidad. El misterio. La incógnita de la ecuación.
De vuelta: ¿a dónde va esa pelusilla que se queda en una esquina?
Los panaderos con los cabellos de la gente que se caen al suelo, se enredan. Hacen buena pareja. Y quedan allí, aparcados en un rincón a la espera del aspirador. Son lugares recónditos. Aquellos chiquitos. Oscuros. Acogedores para la mugre de baja intensidad. ¿A dónde van los sacos de malos entendidos? ¿En que universo habitan?
Algunas hipótesis.
En el hueco de la escalera, al fondo del armario. Por debajo de las uñas. En la rendija de un zócalo. Bajo la alfombra. En la respiración entrecortada. En los suspiros. En el aire que se espesa hasta parecer humo. El arte quiere hacer eso. Dar forma a aquello misterioso. Buscar aquello indecible. Transformarlo. Escapar de algo, quizás. Sentir el ruido de las teclas. O la suavidad del pincel en el lienzo. La música que suena. Esa melodía que se mete y da calma. Y entonces uno se olvida de sí mismo. Desaparece el autor porque cuando crea, el tiempo no existe y nos parece lógico lo que decía Stefan Zweig en El misterio de la creación artística, los autores no pueden hablar de sí mismos cuando crean porque no están, desaparecen. Es como el crimen pasional que sucede por un arrebato.
Y sobran las palabras.
Rimbaud crea a base de intuiciones. La ciencia le parece lenta. “Su energía solo podía descargarse a relámpagos” (p. 93), nos cuenta Zweig.
Y pienso que también hay algo de intentar cortar los retales, las hilachas sueltas de la vida. Las palabras no dichas. Las miradas que preguntan y las cejas arqueadas. Quizás es la penumbra de la que habla Tanizaki.

La luz como tema
Ese crepúsculo acontecido que ilumina a medio gas deja el misterio. Lo instala. Cuenta Tanizaki que los japoneses buscan la belleza en lo oscuro. “Nos hundimos con deleite en las tinieblas” (p.70), nos dice con entusiasmo. Y asimila el progreso con la luz. Quizás de allí venga la idea de asimilar el iluminismo con el progreso. Durante el llamado Siglo de las luces, significó abandonar el poder de la Iglesia, pregonar la libertad del hombre. Abrazar los ideales de la Revolución Francesa.
Yo pienso que Tanizaki habla de otra cosa. Quizás de dejar un margen de duda. Si todo se ilumina, todo se ve. No hay misterio. No hay ambigüedad. No hay ceño fruncido. Goethe en su Teoría de los colores también otorga a la oscuridad un papel preponderante en la percepción que tenemos de los colores.
El negro no es solamente ausencia de luz. Hay algo más. La oscuridad juega un papel importante en cómo observamos los colores y en cómo experimentamos emociones. Me gusta la idea de Goethe porque pone en primer plano al cuerpo, en este caso, el ojo humano como parte esencial de su teoría del color. También hay misterio en los colores, en las sombras, en aquello que oscurecemos para resaltar otras cosas.
Y el cuerpo es una caja de misterios que vamos desentrañando poco a poco.

Cuando mi hijo arruga la frente, lo observo con atención. Ya sé que algo quiere. No lo dice porque prefiere que yo descifre su rostro. La forma de sus ojos. Su silencio también es un mensaje. Y yo me río y le digo:
Se te arrugó la frente, ¿te plancho?
Y se ríe con sus dientes separados.
Inteligente visión que habría que tener presente a diario.
Muchas gracias por leer y comentar.
Hermosa prosa, y visiones insólitas.
Gracias.