Hoy hablamos de lo que significa ser hijo y ser madre. De las sombras y las luces. De lo hermoso y triste de todo el tema. Disfruten.
El mundo visto desde los hijos
Hay muchas formas de ver el asunto. Desde arriba. Desde abajo. De cerca. De lejos. En cualquier caso, las madres nos interpelan porque todos hemos sido hijos en algún momento y eso siempre es un poco inquietante. Tanto si está como si no está, la madre es una presencia.
Extraña. Gigante. Perturbadora. Hermosa.
Como hijos, las amamos. Las sufrimos. Las anhelamos con fuerza. Están en nuestro pensamiento. A veces sentimos pavor a defraudarlas. A no estar a la altura de su sabiduría. De su elegancia. De sus normas.
Cuando pasa el tiempo, esa figura se aleja. Puede estar presente o no, pero en cualquier caso, siempre está.
Y cuando ya somos adultos y tomamos decisiones, está su voz. Hay gente que alucina con imágenes. Yo siempre lo hago con voces. Hay tonos de voz que son potentes. Se meten en el cerebro y siempre están. A veces me dan miedo. Uno siempre siente que no está haciendo lo correcto. O puede ser dulzura. Esa ternura de una madre también siempre vuelve.
Yo de ella, evoco sobre todo su voz. A veces hay angustia. También su sonrisa en la que podría quedarme a vivir. Como hija pequeña, lo siento como algo adictivo eso de tener una madre al lado todo el rato. No sabemos bien porqué las queremos cerca cuando somos muy chicos. Hay una anhelo de posesión un tanto extraño. Las vemos tan bellas. Tan grandes. Las queremos poseer.
Si pudiéramos, nos la comeríamos.
Les torcemos el cuello para que nos escuchen. Les llamamos la atención para que nos miren. Queremos que su mente y su corazón sea solo nuestro. Y es interesante cómo nuestra visión hacia ellas cambia a medida que pasan los años. Intuyo que las madres siempre nos ven como niños. Pero nosotros, como hijos, sí vemos esa transformación. Esa inocencia que se va perdiendo y nos hace verlas más reales.
En la vida adulta, todo es diferente. Puede no estar cerca. No participar del día a día, pero está presente en lo más cotidiano.
Cuando leo un libro. Cuando me visto. Cuando escribo. Cuando estalla una guerra. Cuando sale una película. Cuando charlo con alguien.
Porque ella está en lo más chiquito. Y en cualquier cosa siempre es enorme.
Todavía lo es. Aparece siempre. Es monumental en mi cabeza. Es lejana y, al mismo tiempo, está pegada a mí. Es el eco de algo que sigue resonando. Y que vuelve, todo el rato.
Su eco sigue llegando.
A veces pienso que el presente es solo el eco del pasado. Y vivimos en esas resonancias de algo que sucedió hace mucho tiempo. O quizás es solo una luz que nos llega ahora de algo que, en realidad, ya se extinguió. Como esas estrellas que ya no existen pero que todavía nos llega su destello.
Tener hijos y ser madre
Y un día nos volvemos madres. Eso es otra cosa. Hay un abismo. Es como si no tuviera pasado. Quizás porque vivo en otro país y no tengo que seguir ningun modelo. Esa libertad me encanta.
Me gusta mucho estar con los chicos porque me regalan cosas que no tienen precio. Aprendo. Los miro. Son mis excusas para seguir intentando comprender la vida. Y también siempre pienso que mi vida es un constante huir de ellos.
O enseñarles a ser felices sin mí.
Me genera mucha felicidad cuando lo pasan bien lejos de mí o con otras personas. Es como si me quitara una pesada mochila. Porque la carga emocional de llevar sus sentimientos encima de mí, me aplasta muchas veces.
Sé que, haga lo que haga, lo haré mal y eso me libera. Me hacen feliz y sé que además me preparo en todo momento, para saber que un día ya no estarán viviendo conmigo.
Tarde o temprano la gente que quiero ya no estará y pienso que es como una red, una telaraña de gente y amigos que te sostiene o que uno cree que te sostiene. Sabes que están ahí y eso tranquiliza.
Hasta que un día te das cuenta de que esa red tiene agujeros y de que es posible vivir con esos agujeros por donde se escapa la contención.
A veces observo otras madres y otros hijos y otros nietos y pienso que yo podría haber tenido esa vida que llevan esos otros. Pienso en lo que me estoy perdiendo cuando veo esas relaciones cercanas e intensas que yo no tengo. No es pesar, no se equivoquen. Es como una evaluación de lo que hay y lo que no hay. Miro con mucha perplejidad. A veces encuentro señoras muy simpáticas, modernas, elegantes, encantadoras que andan por ahí, que bien podrían ser la mía, no porque se les parezca, sino porque quizás debe estar bueno eso de ser hija y que te cuiden un poco.
En el fondo, siempre estoy mirando a la gente como vidas que podrían haber sido las mías. Caminos que no tomé. O el azar que jugó y me puso en este lugar. Ya no me peleo con eso.
Ando sola y observo. Y me rodeo de gente que me hace feliz.
Todos estamos solos y, en realidad, no importa.
El amor de los hijos es extraño
Mientras escribo esto, lo escucho a él. Mi pequeño. Callado y rumoroso al mismo tiempo. Coloca las piezas del dominó y hace una columna. Se cae y hace un estruendo que me enoja porque se interrumpe mi tecleo. Suspiro. Nos vemos los ojos. Pone rostro de chanta. Me da ganas de besarlo y, al mismo tiempo, quiero que me deje en paz. Nunca tengo la sensación de culpa o de no hacer las cosas bien con ellos. No porque crea que hago todo perfecto. Paso mucho tiempo con ellos y eso, quizás, me libera un poco.
El niño me mira, dulce y travieso. Implacable con su piel y su olor que es adictivo. Lo olfateo y lo sobo todo el rato. No puedo evitarlo. Y me dice.
Mamá, tu eres mía.
Yo sonrío y recuerdo otro episodio: cuando saludé con un beso a un obrero que había hecho una reforma en casa. Había terminado y me estaba despidiendo. Él jugaba por ahí. Silencioso. Atento pero observaba todo. Y cuando se fue el obrero, me miró mi hijo de 5 años y me dijo:
Mamá, no beses a los constructores.
He llegado a un equilibrio pero tengo claro que este espacio que ocupan en mi vida, se va a ir reduciendo y algo más tiene que haber.
Quizás la vida consista en preparar ese nido para cuando ya no estén.
Ser madre es volverse un poco sorda
Lo que sí he desarrollado es la capacidad para no escucharlos cuando escribo.
Me dicen: Mamá. Y no respondo. Ya lo saben. A veces, les tengo que preguntar varias veces qué dijeron porque tengo la mente tan lejos que no logro escucharlos. Ellos se enojan, obvio, pero he desarrollado esa capacidad de trabajar estando con ellos.
A veces hay gente que dice: con hijos no se puede trabajar. Yo lo desmiento. Con una habitación y una llave, es posible. Incluso con ellos dando vueltas por ahí.
Hoy es el Día del Trabajo y el Día de la Madre y me pasa otra cosa curiosa. Cuando estoy en el ordenador, se enoja mi pequeño. Intuyo que si pudiera, lo tiraría a la basura. No le molesta que su papá se vaya a la oficina, le molesta que su mamá trabaje en casa. Sin embargo, si me pongo a lavar los platos o a ordenar (otra forma de trabajo NO remunerado), se tranquiliza y se empieza a entretener solo. Como si el mismo hecho del trabajo manual y visible, le tranquilizara. Quizás sospecha el misterio que encierra la palabra escrita que no comprende. O necesita saber que mi mente no está lejos. Hay algo en su pequeña cabeza y corazón que alberga sabiduría. Actúa sin pensar en su propio beneficio.
Ponerse un traje de fuerte
Otro asunto. Cuando me enfermo o me ve débil, mis hijos más exigentes se ponen. Qué loco. Hay tanto amor y, al mismo tiempo, unos sentimientos tan bajos, que da un poco de miedo todo esto de la familia.
Se portan peor cuando ven que no los puedes cuidar bien. Y pasa bastante en la vida. Una cosa que aprendí con los años: la gente que te ve débil, va a por ti. Y por eso a veces saco una contundencia que no tengo porque es la única forma de mantenerme a flote.
Es un poco triste pero es así. Es como un traje que me pongo. Y también con los hijos. Ellos tienen que verte fuerte y poderosa y eso mismo que temen es lo que anhelan.
Estos de las madres es complicado.
Estén o no estén.
Hay unos versos que aparecen en Poesía esencial de Mircea Cărtărescu que acuden en este día.
(…) estoy leyendo en la habitación vacía. cuando de repente, una luz azul
ha grangeado mi pijama. me he vuelto hacia la ventana.
la ventana entera estaba cubierta por un ojo gigante.
era el gran ojo de mi madre.
era mi madre agachada en la calle y contemplando la habitación.
era mi madre tan alta como dos edificios de diez pisos
caminando por la calle descalza, aplastando fuentes y pasadizos,
era mi madre tal y como la recordaba, mi madre con sus muelas aterradoras
con su falda de algodón ondeante bajo las estrellas, bajo los diamantes,
arrastrando largas nubes de púrpura transpirando bruma,
encendiendo con un solo roce de los dedos
cualquier hotel como si fuera una bombilla de billones de vatios,
era mi madre alejandose por la carretera con la luna bajo los omoplatos
caminando hacia la plaza victoria, una araña deslumbrante
un amor cegador. (…)
Extracto de «La giganta» en Poesía esencial de Mircea Cărtărescu
A veces leo algo hermoso y pienso ¿qué diría ella de este poema?
Y ese silencio es demoledor.
Conmovedor, sin palabras. Lo que escribis habla por todos lados y toca todos los teclaos del entendimiento. Cada cual agrega, además, la respuesta del lector, que multiplica al infinito los significados.
El lector también hace literatura al leer. ¡Eso es lo mágico del arte!
Espectacular. Profundo. Cotidiano y directo. Me encantan las frases cortas. Enhorabuena.
Muchas gracias.