Un día me mostraron una casa y el señor de la inmobiliaria me dijo: no se asuste, la señora tiene Sindrome de Diógenes. Yo estaba embarazada y me quedé sin aire. No subí las escaleras porque era como si los objetos absorvieran todo el oxígeno. Hoy, unas palabras sobre todo aquello que acumulamos en casa sin uso. Objetos que decoran nuestros mausoleos particulares.
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Un yo que muere todos los días
Hace poco les conté sobre el proceso de contar objetos y ponerles valor, un momento ya superado que no dejó secuelas. Ahora estoy en el siguiente paso que sigue consistiendo en sacar bolsas viejas, maletas, cajones que al fondo esconden varias capas de otras vidas. ¿Soy yo?
Ni física ni mentalmente.
Solo un eco que es la memoria y que, a la postre, es ficción. Para mí, los recuerdos son como cadáveres, difuntos que acechan, bailan en nuestra mente. Hacen lo que quieren.
Esas capas que se desvelan, cuando desenterramos objetos, por algo estaban ocultas. Porque uno para seguir viviendo tiene que sí o sí, ir enterrando papeles y asuntos.
Sin embargo, mudanzas, funerales y divorcios ameritan agarrar el cincel y ponerse a quitar mantos de polvo que sedimenta.
Yo lo hago con muchas ganas y me doy cuenta de que aquello guardado bien podría no estar porque ya no lo veo. Está escondido. Tapado. Lejos de la vista del día a día. Y entonces es así que pienso que no existe en mi vida.
Mi hija me pregunta qué pasa si se pierde el contenedor de la mudanza. Yo le digo que quizás sería una suerte. Ella se espanta pero a mí no se me mueve un pelo.
Guardo para otros, sobretodo. Custodio en nombre de terceros.
Envejecer también es una forma de ir muriendo de a poco. Casi es una muerte en cámara lenta y no tiene nada de malo. Sin embargo, conozco gente que disfruta con esto de guardar recuerdos. Les gusta rememorar esos momentos, se envuelven en aquellos objetos, se deleitan. Otra vez los mantos que abrigan, quizás.
No los juzgo. Los observo con curiosidad. A ellos, los amantes del «lo guardo por si acaso».
Así operan los objetos para ellos, como una vieja manta pesada que los protege.
Oir la melodía de los muertos. Escucharla, dice Chantal Maillard en Medea.
Aquí, les dejo una lista de objetos que pueden inquietar cualquier casa. Volverla extraña e insólita.
De repente.
Una galería de objetos difuntos
- Portarretratos. Son como pequeños cadáveres de un mundo pretérito. Los entiendo en un museo. Como testimonio de una vida que ya fue. Pero, ¿qué hacen los portarretratos aun en las casas de la gente? ¿No son pequeños mausoleos de gente viva que va muriendo de a poco? Por suerte, cada vez se ven menos. Ahora muchas familias optan por el album de fotos impreso a partir de imágenes digitales o un portarretratos digital que es menos creepy pero sigue inquietando un poco.
- Ropas antiguas de bebé. Mal rollo de película de terror. Ropa en miniatura. Incluso con manchas de antaño. Hay algo mortuorio en todo eso, en especial las viejas caperuzas de recién nacidos. Por Dios, ¿qué mal chiste es este? He llegado a ver en algunas casas españolas, pequeños zapatos en miniatura como adorno en los living. ¿Cómo se ha criado esta gente para no tener miedo a la noche? Yo recuerdo en la casa de mi abuela, los retratos de cabezas de bebés flotando en color sepia. Y me pregunto qué miércoles pasaba en las retinas de esos hombres y mujeres que habitaban ese espacio.
- Manteles bordados de las épocas en que obligaban a bordar a nuestras madres. Por Dios, y las generaciones de mujeres guardaban todo esto para sus hijas. La trama, el hilo que dubita. Pretérito y muerto ya. A todo esto sumamos servilletas almidonadas. Duras como papel de lija que te destrozan el mentón. Fuera todo. Que lo aproveche otro.
- Viejos dibujos infantiles. Otro horror. Hermoso el arte de los niños. A todos nos conmueve pero el paso del tiempo solo deja una oquedad inquietante. Acá las nuevas tecnologías ayudan porque lo que vale la pena se digitaliza y ese brillo de la pantalla encandila un poco los sentidos y todo nos parece menos muerto. Aun así por respeto a mis hijos guardo varias carpetas de dibujos que ya me empiezan a dar mal rollo. Ellos saben que los quiero igual.
- Viejos libros con viejas cartas de amor. Por Dios, somos los reyes del patetismo. El summum de la cursilería. El amor hay que vivirlo, por supuesto, pero todo tiene que autodestruirse después de un tiempo porque ahora mi principal misión es no dejar rastro de nada que pueda comprometerme.
- Viejas colecciones de todos los clásicos. Tipo, cuarenta libros con los Premios Nadal, colecciones de novela negra de El país. Nada más triste que las colecciones y suscripciones a grandes medios ya en decadencia. Entiendo la fascinación hace cuarenta años cuando el acceso a la cultura era más limitado y era un símbolo de estatus tener esas colecciones o porque la biblioteca familiar era la del barrio y era un aporte a la comunidad pero ahora está todo en Internet y fardar con esas colecciones ya no se estila. Dicen que hay incluso gente que compra estos libros para rellenar sus bibliotecas. Para mí es como ver esas antiguas muñecas rusas que eran muy feas pero comunicaban al mundo que habías estado en un país lejano y exótico (como era la Unión Soviética).
- Viejos escritos. Diarios íntimos. Un poco pasa como con lo anterior. Hay un testimonio vital. Cărtărescu dice que guarda todos sus diarios, dice que son su segunda piel y yo pienso. La piel debe mudar, regenerarse, caerse la vieja y crecer una nueva. Yo escribo como formando nuevas pieles todo el rato y para eso tengo que dejar que muera la de abajo. La destrucción, la muerte, es la condición para la vida. Todo esto para decir que hace poco me traje todos mis diarios de Buenos Aires, los leí por última vez y los quemé. Me quedan algunos porque quizás tengan algún valor como ayuda memoria. A veces los leo y pienso que no soy yo pero hay algo que sobrevive a todos mis diarios y a todas mis épocas y es mi voluntad de escribir. En eso, son un testimonio porque a menudo pienso que esto de escribir es algo nuevo en mi vida, siempre siento que estoy explorando por primera vez el mundo, pero luego me doy cuenta de que no, que la escritura es lo único que realmente perdura en mi vida. Y que vertebra todas mis decisiones.
- Viejas tarjetas de embarque. Los viajes siempre son una fuente de nostalgia. En mi caso no ocurre tanto porque suelo acordarme mucho de los inconvenientes logísticos de los mismos (como bien expresé en Por qué no me gusta el verano). Me cuesta el romanticismo en este aspecto. Las demoras. La gente. El calor. Los controles de la policía. El llanto de los niños. Los trenes detenidos. Y porque cada vez me deslumbra menos moverme por otros lados. O quizás porque recuerdo mi inocencia y esa sensación de que afuera iba a encontrar algo novedoso que en realidad, ahora me doy cuenta, se parece mucho a lo que ya tengo en casa.
- Viejas tecnologías. He descubierto una vieja colección de Nokias. Acá no cabe la pulsión mortuoria. No me da mal rollo la tecnología obsoleta. Pero nunca sé que hacer. En este caso, tomo una decisión conservadora: guardo los teléfonos porque pienso que algún día podríamos necesitarlos. Vislumbro quizás una vuelta o una revalorización de estos objetos pesados que siempre duraban mucho.
- Viejas muñecas y viejos juguetes. Solo guardo algunos por respeto a terceros. Y mi viejo oso de peluche Rodolfo que es muy querido en la familia. Pero por Dios, no llego a comprender la gente que guarda colecciones de juegos antiguos. Lo único que me he quedado porque me parecen estéticamente bellos, son algunos Playmobil que tendré de adorno en mi estudio. Siguen siendo lindos y no envejecen.
Casas como mausoleos
Algo bueno tienen las mudanzas. Está la idea de limpieza. Conozco casas que son auténticos mausoleos, incluso huelen raro porque hasta los cuerpos y sus ropas que lo habitan parecen tomar el hábito de ultratumba. Como si esos cuerpos que van muriendo de a poco hubiesen perdido toda curiosidad por el futuro. Habitan las sombras. Los recuerdos que son ficción. Quizás un eco. Una vibración de algo que sucedió hace mucho tiempo.
Me pregunto cuántos objetos juntando polvo o humedad hay en las casas de los pueblos. Me constan que muchas de ellas se han convertido en auténticos trasteros y me doy cuenta de que cuando las personas mueren en los pueblos o se mudan a la ciudad, ya deja de haber cuerpos habitantes y nos encontramos con objetos habitantes.
Los objetos son los nuevos habitantes de los pueblos. Trabajo pretérito de otros. Activos que pierden valor, se degradan en la quietud.
Si encuentras algo vivo en ella, te ordeno solemnemente que lo mates. No importa su pequeñez. No importa su forma, le dice el abuelo ya muerto a su nieto en La habitación cerrada de Lovecraft.
Yo estoy en ese mood. El mandato no lo tengo, ni al abuelo de Lovecraft, pero como si lo tuviera, oye. Algo sucede cuando se ausenta la gente y quedan los objetos y, claro, me vienen pensamientos muy extraños.
Yo sonrío. Porque hay luz. Porque despejo. Porque solo quiero cosas nuevas en mi vida. Personas que habiten en la juventud eterna. No en el sentimiento Peter Pan que solo habla de vulgaridades (viajes, casas y dinero). Me refiero a la mente joven que sigue mirando como los niños.
Imaginando siempre un futuro por delante. Armándolo y rearmándolo a su antojo.
Quizás es el secreto de la juventud eterna.
Como he disfrutado leyéndote mientras esperaba que despegara el avión. Cada día me gusta más leerte. un beso desde el aire.
¡Me alegro!