Aclaro antes de que se escandalicen. Estoy exagerando. Por eso este artículo tiene el solo y exclusivo objetivo de explicar este título y matizarlo. Para ello hablaremos de literatura, de la memoria y del entusiasmo por las cosas. Todo a propósito del verano. Disfruten.
La obligación de ser feliz en verano
Hay una especie de intraquilidad que gobierna la época estival. Son como una hormigas en la panza que aparecen sin saber muy bien por qué. Tal vez es porque escribo menos. No lo sé. O porque las rutinas se desbaratan. El calor aplasta. Cuesta eso de escribir pero se puede. Para mí es un refugio porque, en general, no me gusta mucho el verano. Se inundan las redes sociales de gente sonriente que está obligada a decir que se lo ha pasado genial. Quizás lo que provoca algo de desasosiego, es que hay una necesidad de que el verano sea un tiempo especial y feliz. Y yo me pregunto:
¿Por qué le pedimos más al verano que a otras épocas del año?
Quizás es porque iniciamos cosas que queremos que salgan bien. O comenzamos viajes, o nos anotamos en un curso de algo, o visitamos amigos. Siempre sucede algo extraordinario y en ese iniciar, hay un componente de azar que aumenta cuando abandonamos la rutina.
En El verano en el que mi madre tenía los ojos verdes (Impedimenta, 2019) de Tatiana Tibuleac, unos meses promisorios para el protagonista, se transforman en un periodo de dolor y aprendizaje. El telón de fondo es un pueblo francés y un hijo con su madre. Ese contraste entre el paisaje siempre idílico del verano, hace que la tragedia sea más notoria. Incluso uno espera que sucedan cosas malas en invierno. Pero el verano tiene tanta luz y hay siempre paisajes tan hermosos que la tragedia toma una corporeidad excesiva. Más amable es el verano de Mia, en Un verano sin hombres (Anagrama, 2011) de Siri Hustvedt, una poetisa recién abandonada por su marido luego de treinta años de matrimonio en donde el pueblo de la infancia al que regresa, es refugio y descubrimiento de viejos secretos. También la atmósfera bucólica contrasta con la mente atormentada de la protagonista.
Pero sin duda, el que plasma a la perfección ese contraste grotesco entre el estío y el hastío es Truman Capote en sus maravillosos Cuentos completos (Anagrama, 2004):
“Esta parte de Alabama es espantosa, y los mosquitos son capaces de matar a un búfalo a la menor provocación, por no hablar de las peligrosas cucarachas voladoras y de la cuadrilla de ratas locales , tan grandes que podrían arrastrar un vagón de tren de aquí a Tumbuctú.”
p.68
Mostrar el entusiasmo del verano
Fotos de brindis, reuniones de gente que se dicen amigos. Yo los miro con curiosidad y pienso que si hay una necesidad de mostrar felicidad es porque no se está bien en realidad. Y me dicen: si algo te gusta, tienes que decirlo. Pero a veces experimento placer por cosas hermosas y estoy tan feliz que no tengo tiempo de hablar de ello.
En mi caso personal, prefiero escribir que hablar sobre lo que me interesa, me apasiona, me conmueve.
Me cuesta mucho entender a la gente que muestra entusiasmo por las cosas. En realidad, los admiro porque son capaces de ilusionarte por cosas que quizás no tendrías en cuenta. A mí siempre me compran los entusiastas y les creo todo. Yo quiero ser como ellos pero cuando algo me enamora estoy tan metida en ello que no puedo pensar en transmitir nada. También pienso que no tiene por qué interesar a nadie.
Y esto me lleva a otra cosa. En general, la gente no escucha. No nos escuchamos y entonces resuelvo que lo mejor es estar callada. A los entusiastas este extremo parece no importarles. Ellos esparcen el entusiasmo a todos los ángulos. La gente tiene déficit de atención. Por eso, encuentro más útil observar a la gente. A veces no me doy cuenta que miro muy fijamente a alguien y mi chico me tiene que decir: deja de mirarlo, se va a dar cuenta.
Él mira las rapaces como yo miro a la gente.
En general, no me detengo tanto en lo que dicen sino en cómo lo dicen. Las miradas. El tono de voz. La ropa. Los ojos del que mira al que habla. Eso me intriga mucho y en especial la manera que tiene la gente de despedirse. Porque para mí es un momento difícil. Me cuesta despedirme de la gente. El small talk del Adiós no lo sé manejar. No hablo de las grandes despedidas sino de esas chiquitas cuando quedaste a comer con alguien por ejemplo. Entonces, me gusta ver cómo lo hacen otros para sacar ideas. Me he visto en situaciones de huída a lo largo de mi vida. Me escapo. Desaparezco. La charlita del «Hasta luego», me exaspera un poco. Quizás es porque pienso que me van a querer retener. No lo sé. Pero volviendo a esas reuniones de gente, a parte de ver los ojos de los que escuchan a los que hablan, me fijo en las facciones que utilizan para demostrar que están prestando atención. A mí también me pasa. Me distraigo con facilidad si la historia no está bien narrada. Y entonces, me doy cuenta de que estamos todos en nuestros cráneos y no salimos. Lo intentamos y tal vez no es culpa nuestra y puede que sea una imposibilidad neurológica. Parece que salimos de nosotros mismos y que somos empáticos pero seguimos dentro nuestro cuerpo. Estamos presos.
A veces con la literatura, nos parece que escapamos a otra dimensión pero es mentira: seguimos en nuestra mente. Es una prisión perpetua eso de la existencia.
La memoria como narración
Pasa algo curioso que a veces me hace gracia. Incluso habitando el mismo espacio, experimentamos cosas diferentes. Y esto me lleva a la memoria como narración subjetiva. Dice Elisabeth Loftus, matemática y psicóloga estadounidense especializada en estudiar la mente de la gente que recuerda cosas que NO sucedieron, que la memoria es como una página de Wikipedia que edita todo el rato y también crea cosas que no pasaron. Esto lo experimento todo el rato. El ¿te acordás de cuando fuimos a Miramar en el 86? No, yo nunca fui. Sí fuiste. Y me encanta cuando se dan estas discusiones en la familia porque ahí me doy cuenta de que estamos haciendo literatura todo el rato.
Vuelvo al tema del entusiasmo.
Escribir como vía de escape
Cuando algo realmente me mueve por dentro, necesito escribir, no hablar. El otro día una escritora en Twitter se quejaba porque su familia nunca le preguntaba por su trabajo. Se sentía incomprendida. No entendí su enojo. Yo no pretendo que nadie entienda mi trabajo porque, probablemente ni yo lo entienda. La literatura tiene que ver con aquello que es incomprensible. Incluso, los verdaderos escritores se adelantan a su tiempo, no deben ser “entendidos”.
A mí no me interesa que nadie comprenda lo que hago porque es algo tan íntimo que no se explica y cuando alguien me pregunta, respondo pero todo lo que pueda decir, son banalidades y cosas insustanciales. Entonces, callo y me doy cuenta de que justamente escribo para no tener que hablar. Un escritor nunca debería tener que presentar su propio libro. Para mí, hablar sobre mi trabajo es lo más parecido a escribir con la izquierda: hago un esfuerzo ímprobo por esbozar una idea pero me sale otra cosa.
Hablo con garabatos.
Mi voz son garabatos torpes que componen su propia música.
Los veranos felices
Acomodo la toalla. Me saco la arena de las piernas. Los cabellos vuelan y veo que estoy toda pegajosa por la crema que me tengo que poner para que el sol no me queme. A lo lejos veo a una familia cargando bártulos infames como neveritas portátiles, patas de rana, sombrillas. Un flamenco hinchable a lo lejos quiere escapar de una niña inquieta. El veraneante de playa siempre carga objetos ordinarios. La playa es muy vulgar. Yo también me veo inmersa en eso de los veraneos felices. Y la gente se la pasa hablando de los lugares lindos. Qué poco importan los lugares hermosos para ser feliz. Qué poco se necesita en realidad. ¿Por qué nos empeñamos en buscar la belleza como locos? ¿Por qué queremos hablar de ello? Yo a veces me dejo llevar por esa inercia de los lugares lindos. Se está bien y uno se siente privilegiado pero siempre surge la pregunta del ¿para qué?
Hay una catedral hermosa. Mirá ese pueblito qué mono. Hay un templo precioso.
Es como una droga. Algo que necesitan los ojos. Y la lengua que quiere hablar de ello.
Gastamos recursos. Nos endeudamos. Contaminamos. Comemos peor. La gente se mueve y se accidenta. Se emborracha. Se pelea. Cuando la gente está ociosa y se mueve hace cosas inconvenientes. Con esto no estoy haciendo una apología del trabajo, por Dios. Nada más lejos. A mí me encanta trabajar pero no deja de ser algo que no todo el mundo disfruta. Quizás se pueda pensar en un ocio más chiquito, menos rimbombante, más amigable con nuestros cuerpos, con nuestra naturaleza.
O tal vez se pueda pensar en formas de descanso y trabajo que se mezclen y se alternen sin necesidad de que haya un corte tan tremendo y drástico que cueste entrar y cuesta salir. Quizás así la gente no se traumatice tanto al pasar de un estado a otro.
Yo confieso que una de las cosas más lindas del verano (aparte de ciertos momentos familiares que se pueden experimentar en cualquier momento del año) fue descubrir estos versos de Francisco Álvarez Velasco, un libro que compré la hermosa librería Paradiso de Gijón.

Los feriados y el verano
Hay algo en ese silencio. El calor. Las siestas. Las persianas bajas. Es como que cada día hay que reconstruir el ocio. Armarlo. Porque salir de la rutina es quedarse a la intemperie y todos los días hay que construir la misma tremenda pregunta:
¿Qué hacemos hoy?
A mí me mata esa pregunta. El ¿qué hacemos hoy? Es desesperación. Desasosiego. Es como caer en un pozo muy negro y muy profundo. En especial, cuando hay niños. Por supuesto, este problema entra de lleno en los white people problem. Lo admito pero aun así es tenebroso el asunto de resolver qué hacer cada día. Es construir la casa de ladrillos cada vez. Te hunde en un vacío que solo puede solucionar la hermosa rutina que es como un cable fuerte que no se rompe. A mí me encantan las rutinas porque cuando las rompes, da más placer y porque la rutina es una soga fuerte a la que te puedes agarrar cuando todo lo demás está oscuro. Son los cimientos. Es el esqueleto de la vida. Está oculto en las entrañas. Nos ordena. Nos limita. Nos obliga a seguir adelante. Y nos da felicidad porque descansamos en ella, como en una cama placida. Y podemos cerrar los ojos y dejarnos llevar.
Cuando descansamos, parece que estamos flotando.
Y yo quiero flotar todo el día.
Y me viene otra vez los versos de Álvarez Velasco
Adobes
Fueron paja trillada
Y agua fresca y arcilla
Sol de agosto
Hoy son muro y te ofrecen
Contra la luz de julio
Donde apoyar la espalda
Y el amor de la sombra.
Cuando suena el teléfono
Ya nadie llama. Muy poca gente. En general, es altamente disruptivo eso de que suene el celular. Nos manejamos por mensaje y cuando mi teléfono suena, mis hijos incluso se alteran, vienen corriendo, creen que algo novedoso va a suceder.
Es SPAM, digo.
Yo también tiemblo un poco. Ya me dan mal rollo las conversaciones por teléfono. El hecho de que sea excepcional me produce ansiedad.
Dicho esto, hago mía las palabras de Schopenauer en Aforismos sobre el arte de vivir (Alianza, 2009).
“se persigue no tanto el placer como la simple ausencia de dolor y un estado imperturbable, al menos si la persona correspondiente, es sensata. Cuando en mis años mozos tocaban a mi puerta, me alegraba: pensaba que al fin había llegado lo que esperaba. Pero con el tiempo, mi sensación ante el mismo hecho ha terminado por parecerse a un asusto: temo que me den una mala noticia”.
(p.297)
Es lo que le pido al verano y a la vida. Sortear los obstáculos y las malas noticias.
Lo chiquito. El silencio. Las conversaciones de a dos.
Nada más.
Para leer más
- Lulu o la búsqueda de la mente más vasta
- La biblioteca de la Caja de la cultura: primeras impresiones
- Allí donde habitan las sombras
- Sobre la importancia del lápiz negro
- Rumanía y Japón en dos bibliotecas
Se charló en el último mes
Gracias.
Un acierrto (otro): «Hace tiempo decía que los lectores deberíamos cobrar también derechos de autor. Creamos junto a los escritores.»…
De nada, un saludo.
Solo, muchas gracias.
Hermosa prosa, y visiones insólitas.
Todo bien, pero que linda la librería de Gijón.
Hermosa librería. Un descubrimiento de este verano.
Gran verdad: «Dice Elisabeth Loftus, matemática y psicóloga estadounidense especializada en estudiar la mente de la gente que recuerda cosas que NO sucedieron, que la memoria es como una página de Wikipedia que edita todo el rato y también crea cosas que no pasaron.»
Hacemos literatura y lo llamamos memoria.