Una escapada a Nikko es una buena excusa para pensar sobre la penumbra, los cuerpos desnudos y la cultura del onsen en Japón.
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No se abarca nada en japón
Tokio es hermoso y atractivo, pero tengo la sensación de estar en un continuo parque temático. Cualquier salida, por más tranquila que sea, se transforma en una aventura turística. Una callecita, un templo, un super, los bajos de los edificios, los altos, las estaciones de metro, las galerías de arte, los museos, los libros.
Uno termina por atragantarse con tanta cultura. Pienso si todo esto es necesario.
Luego llego a la conclusión de que mucho se quedará en el tintero y me relajo. Ya decía Lafcadio Hearn que era imposible llegar a conocer la cultura japonesa incluso después de muchos años. Tiene muchas capas que no llegamos a ver. Sin embargo, a veces intuyo que el campo nos obliga a detener un poco la mente y lograr algo de tranquilidad.
Hace unos días cumpliendo con nuestra pulsión de escapar de la ciudad, nos fuimos a Nikko. Apenas dos noches, que es el tiempo máximo que me banco estar durmiendo en un ryokan.
La luz y Japón
Siempre hay algo trabajoso en eso de moverse. Superados varios inconvenientes que tienen que ver con salir de Tokio y viajar en transporte público con chicos, llegamos al hotel. Un mega edificio setentoso y medio decadente de alfombras infinitas.
A las cinco y media ya es noche. Estamos lejos de todo. Y no tenemos nada para comer. En Japón se ilumina poco. Y eso está bien. La contaminación lumínica de España es destacable. Acá todo, en general, es bastante oscuro. Tanizaki hablaba de esto en Elogio de la sombra pero Japón parece haber superado todo eso de la penumbra. Fíjense que, incluso en Tokio, he visto gente que sale a pasear al perro con linternas. Le ponen neones al can. Esto me hace pensar que la demanda de luz está en todos lados solo que en Japón parece reinar la siguiente premisa.
Si quieres luz, págatela.
Buscar algo que comer en Nikko
Me tiro un rato en el futón de la habitación. Estamos cansados del viaje que, en realidad, es corto. Los futones son prácticos. Y caemos en este tipo de alojamiento porque son un poco más baratos que un hotel. Pero hay un inconveniente.
No hay mesa de luz.
Parece que los japoneses no leen en la cama. A mí me duele un poco el cuello porque llevo casi tres meses leyendo de formas insostenibles. No nos importa. Estamos felices.
Salimos a la calle. Tenemos hambre pero pensamos que un país tan avanzado como éste, seguro que no nos deja tirados. La gente del hotel no es capaz de decirnos dónde comer. Además, todo es con reserva y cenar allí es carísimo. No pasa nada, podemos caminar.
Nos lanzamos a la aventura. La ruta. Calles trazadas en forma recta, las máquinas de todo a 1000 yenes. Siempre caemos, y ya es la segunda vez que nos toca un farolito (¿cómo no?) muy mono que nos viene muy bien. Seguimos camino, ya mejor iluminados. Yo veo varios lugares en Google Maps, pero esta aplicación no es fiable en pueblos pequeños y japoneses.
Caminamos a lo largo del río Kinugawa. Es hermoso, pero no lo vemos. En realidad, es un cañón en el que, sobre uno de sus costados, descansan varios onsen. En este caso hablamos de mega hoteles con aguas termales. A mí siempre me parece que el ambiente de agua termal es raro, pero en Japón es tan común que creo que nosotros somos los raros.
Yo, con mi mente occidental pienso que en un hotel nos tienen que dar de comer y además pienso que siempre el cliente tiene la razón. Pero en Japón las cosas no son así. Sin reserva, no pasa nada.
Nos metemos en uno de estos hoteles, estamos hambrientos. Deambulamos como pollos sin cabeza. Analfabetos y mareados. Música de dentista baja. Casi siempre, jazz. La gente transita en silencio con su yucata. Algunos tienen micrófono, quizás se vayan al karaoke. Tienen el pelo mojado porque vienen del onsen. Hay tienda de souvenirs donde venden unos dulces hechos con frijoles negros. Origami. Medias para usar con ojota japonesa. La gente camina lento, no se los escucha. La mirada, a veces perdida. No hay contacto visual nunca.
¿Por qué nunca me miran los japoneses?
El contraste entre la oscuridad de la noche y las luces de aquel hotel es notorio. Los huéspedes que vemos van uniformados con su yucata, las ojotas de madera, el arrastrar los pies.
Nuestra cena consiste en unas guarradas en el parking del Lawson, el konbini. Es lo único que nos salva. La góndola ya está medio vacía, pero algo podemos pillar. Una salchicha tristísima, un triángulo de arroz. Yo me conformo con unas papas fritas de bolsa.
Charlamos en la oscuridad.
La soledad de la noche es una compañía
Hay un momento de la noche que bajo a que me de el aire. Todo el mundo duerme y me encanta ese instante en que mi familia está en silencio y yo deambulo. Me siento acompañada en ese silencio y en esa oscuridad.
Me pongo encima del pijama un buzo grande y las ojotas japonesas. Si hay algo que aprendí de Japón es que a la noche la gente anda siempre, medio apijamada. Se puede ir al Lawson en un estado lamentable y siempre está bien. He visto mucha sandalia con media, ropa oversize, los camperones. Los pelos disparatados. Es excelente.
Así, en ese estado, abandono la habitación. Busco la salida, pero me pierdo. Los pasillos son interminables. Hay un aire de hotel de sindicato interesante. Las vitrinas son curiosas. Están llenas de marionetas, muñecas, máscaras. Y hay salones. Y sillas. Sillones. Espacios vacíos. Poca circulación.

Conejos.
Veo una sombra.
Alguien que pasa una escoba. La escoba de paja en Japón es una institución y el sonido cuando entra en contacto con el suelo, es muy característico. Un señor me hace un pequeño movimiento con la cabeza que correspondo.
Uno siempre sospecha que la noche nunca termina de dormir en Japón.
Cuerpos desnudos como uniformes
Debo decir que no soy muy de aguas termales, pero luego me la paso bien. Siempre me da un poco de fiaca el asunto, pero una vez más termino en yucata bajando al agua. Los ungüentos, el champu, las cremas, el calor del agua me encantan. Hay otras mujeres.
Todas estamos desnudas.
Yo nos las miro, porque pienso que así debe ser. Me cuesta porque yo soy muy de observar a la gente, pero no quiero que piensen que soy una degenerada. En general, no me gustan los vestuarios públicos, los baños de club, ni el exhibicionismo, tampoco me interesan las playas nudistas ni el culto al cuerpo desnudo.
Es extraño. La sociedad japonesa se tapa mucho, incluso en verano, pero en el ryokan es otra onda. Pienso que estoy lejos y no me conoce nadie y además en Japón es todo tan decente y limpio que uno termina fiándose. Por eso no me importa mostrar mi cuerpo.
Mi imagen desnuda se desvanece en el vapor del espejo. Desaparezco. Solo soy una sombra. Y me sumerjo en las aguas calientes de una piscina.
Me gusta. Me olvido. Soy solo cuerpo. Y en un momento, salgo al exterior. Se escucha el río de la noche. Estamos al lado. Imagino a los koi del estanque y me pregunto si duermen los peces. El fresco de la noche no es tal. Apenas una brisa. Camino en la oscuridad por un sendero de piedra. No sé bien a dónde voy.
Pero las mujeres van.
Un cuerpo desnudo que sigo en la oscuridad porque, en realidad, es una flecha que marca un camino y yo no sé dónde voy.
En Japón no hay mucha idea de individualidad. El grupo manda. Pienso que el cuerpo desnudo también es una suerte de uniforme, solo portamos nuestra piel. Fíjense que incluso en muchos onsen están prohibidos los tatuajes. ¿Tendrá que ver con no mostrar un rasgo de individualidad que la sociedad japonesa tradicionalmente ha condenado?
Llego al onsen al aire libre y me sumerjo. Me rodeo de calor. Me recuesto en una piedra suave. Apoyo mi espalda y miro las estrellas.
El ruido del agua que no cesa.
Japón y el tercer mundo
La noche siguiente nos toca de nuevo caminar en la noche. Esta vez, hemos sido más prevenidos y hemos agarrado el tren hacia una población cercana, que se supone que es más céntrica. Me alegro de ver gente.
Y me alegran más cosas.
Una de las cosas que aliviana a una tercermundista como yo, es ver que aquellos países que consideramos avanzados, son igual de tercermundistas que nosotros y esto lo digo como un elogio porque yo no busco países con ínfulas de potencias avanzadas, viajes a la Luna, desarrollo sostenible con inclusión, etc. Ni lugares turísticos petados de gente que corre por la cura de una enfermedad o por la paz del mundo.
En Nikko, no hay nada eso. Ves turistas, claro. Pero te alejas una cuadra y reinan las mismas cosas bizarras que vemos en cualquier país de andar por casa: un sofá abandonado en el bosque, escombros, viviendas grises. Rutas de Google Más que no llevan a ninguna parte. Fábricas medio abandonadas. Incluso, algo de basura en el suelo.

El bosque y algo que parece una nevera. ¿O quizás un sofá?
Todo eso convive con una naturaleza exuberante y unos templos hermosos. Y hasta en los reclamos turísticos hay algo de decadencia.
Ese tipo de detalles me acerca y me amiga. En mi andar por Nikko, hay mucho de los pueblos grises de la provincia de Buenos Aires. La austeridad de la construcción. La ausencia de lujo. El emprendimiento que no fue. Solo faltan los perros callejeros que en Japón no los ves. Pero reina siempre esa sensación de que hubo un tiempo de esplendor en el que todo fue mejor.
A mí, me parecen que los hoteles a lo largo del río Kinugawa, fueron hechos en una época muy concreta en la que la gente empezó a consumir turismo de una forma mucho más masiva. Todo tiene que ver siempre con la llegada del tren y las comunicaciones. Allí donde avanza el medio de transporte, llega el hombre que lo interviene todo y me acuerdo de las palabras de Paul el protagonista de Aniquilación de Houllebecq
“Por desgracia no era posible evitar la constatación de que un paisaje agradable hoy era casi necesariamente un paisaje preservado de toda intervención humana desde como mínimo un siglo.” P.77
Cada vez más, buscamos espacios libres de la intervención del hombre o podemos pensar que, en esa misma intervención, también puede haber belleza. Pero algo tiene que haber pasado en el medio para que todo se venga un poco abajo.
Insisto. No me molesta.
Caminamos por la oscuridad otra vez, porque las noches son largas: a las cinco empieza a anochecer. El puente colgante es hermoso, atraviesa el río y te lleva a la tierra de los osos. Y me viene un escalofrío porque leo que Kinugawa significa «demonios enfadados» y no me gusta estar cruzándolo. Llego a la mitad y me vuelvo. No tengo spray ni campanita para los osos.
En mi deambular por el pueblo, veo una ventana. Se intuye un Hello Kitty a través de un vidrio esmerilado. Está iluminado. Y se festeja que haya algo de luz para caminar.

Hello Kitty siempre presente en el paisaje japonés.
Yo me meto en cualquier hotel que encuentro. Buscando un café. No es que tenga ganas de tomar, pero me refugio en la idea del café. La mesita, el libro. Pero allí no hay dónde sentarse excepto en el baño público.
El último día navegamos el río Kinugawa en un barco hermoso de madera. Nos lleva alguien que nos cuenta cosas que no entendemos. Ese analfabetismo nuestro es hermoso. Hay mucha paz. Se escucha algún pájaro. La música del agua no descansa. Y esa voz incansable del guía, no molesta. Es parte de la naturaleza. Como una melodía que acompaña. Me gusta escucharlo, aunque no entienda.
Vienen los rápidos (¿serán estos los famosos demonios?). Me agarro fuerte pero no pasa nada. Y luego vienen los lentos, tan lentos que tiene que venir un gomón de la empresa de turismo a remolcarnos. Se pierde el romanticismo, pero a mí no me importa porque no me parece justo que el pobre hombre tenga que remar mientras nosotros miramos. Aplaudo con el alma al gomón y, mientras tanto, saludamos a unas personas que están cruzando el puente colgante.
Saludamos a extraños.
Y la luz de este paisaje es especial. Anda siempre como anocheciendo. Japón parece ya iniciar el día oscureciendo. Otoño. Un sol tibio que nunca calienta.
Y que baña el paisaje de algo que se extingue.
¿Has estado en Nikko? Te espero en los comentarios.
Magnífico!!!. Muchas ganas de volver a Nikko.
Leerlo es disfrutar de nuevo.
Hay que volver siempre. Mucho por explorar.