Hoy me pongo algo fundamentalista para hablar de un mueble que extraño mucho: la mesa de luz.
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La convivencia de los objetos en la mesa de luz
Tengo la casa sin muebles y eso es un placer. Los espacios vacíos me gustan. La vida cotidiana se gestiona más facil con menos cosas.
De los objetos no extraño nada.
Solo hay algo que se construye, desde lo coyuntural y anecdótico, que es la mesa de luz. La mía siempre alberga un desorden interesante. Un caos que me ilusiona siempre. Están algunos libros pendientes que conviven con los leídos y pasan un tiempo en ese estadío intermedio que es la mesa de luz. Luego, pueden pasar a la biblioteca o ser regalados. Recuerdo un ejemplar de Solenoide que descansó más de un año a mi lado de la cama, un año que estuvo allí sostenido por el mueble esperando el momento oportuno. Llegó como dos años después. Y lo devoré.
La mesa de luz es un pozo de desorden. Pero del lindo. Suelen convivir estos ejemplares con las hojas de dibujos de mis hijos, los separadores y las solapas de libros ya leídos. Me gusta que las mesas de luz sean grandes y amplias, casi una mesa de trabajo en donde nunca falta un lapiz. La que tengo es una de IKEA que, en realidad, no es mesa de luz sino una mesa baja para el salón. Es solo un cuadrado. Una caja sin muchas historias.
No me gustan los cajones en las mesas de luz porque necesito que esté todo a la vista. Los cajones solo acumulan cosas que no se ven, y como no se ven, se olvidan. Yo no quiero acumular y olvidar.
Las mesas de luz de mi vida
A lo largo de los años, he convivido con muchas mesas de luz. No es necesario que sean lindas. Deben ser funcionales. Recuerdo una que tenía como una especie de ventanita y cortina. Alta y angosta. No entraban más que dos vasos y un libro mal puesto. Definitivamente, el que creó esta mesa de luz no leía. Madera barata en donde un vaso dejaba una marca indeleble. También recuerdo otra más clásica, madera y cajoncito. También, ese cajón era una mugre.
Siempre la acumulación de pasado es sucio.
A una buena mesa de luz, no se la cuida. No hay tiempo de estar pendiente de ella, porque nunca es protagonista, solo sostén de los sueños de otros, de los escritores, de los lectores, de los niños audaces o de los ocupantes transitorios de la cama.
Siempre alberga un desorden que es hermoso, porque convive la literatura con la vida. No es posible el orden porque debe reflejar la inmediatez y las contradicciones de su dueño. El apuro del día a día queda impreso en este mueble.
Hay algo de eclecticismo en el asunto. En una mesa de luz caben universos muy diferentes. Puede haber cosas de índole higiénico y poco decoroso como pañuelitos de papel, condones, bebidas, cremas, ungüentos varios. La mesa de luz lo abarca todo. Yo creo que es el mueble más versátil que existe, porque no pertenece a la categoría de cocina ni baño ni comedor. Ahí radica su magia insólita. Ese carácter multidiscipinar de la mesa de luz me maravilla.
La mesa de luz sostiene
En ese sentido, una buena mesa de luz es invisible, como los buenos traductores que casi no los oís entrar. O lo hacen de puntillas para no molestar. Abordan el texto casi desde el silencio, dejan que hable el autor a través de sus palabras.
La mesa de luz ideal es como un andamio. Sostiene. Nunca argumenta. No se queja, no cruje, no balbucea como otros objetos más modernos de nuestra vida cotidiana.
Una mesa de luz no te tiene que avisar de nada.
Se calla y deja que otros hablen.
Lo más importante que alberga, es justamente la luz. La lámpara que ilumina el texto y la habitación debe ser tenue y amarilla. Si es gradudada, mejor. El rayo de luz no debe ser tan enfocado, más bien de ambiente. Que recuerde un poco a una vela. Tanizaki lo explica mejor que yo en Elogio de una sombra pero la luz vacilante de la vela, que no nos descubre todo sino que juega con las sombras, es lo ideal para una habitación.
Todavía no tengo muebles y por eso yo extraño la mía porque, cuando no está, deja de haber una unidad hacia donde giran todas las cosas. Una buena mesa de luz es como imán que atrae lo que es importante para uno. Es un objeto que imanta las buenas intenciones.
Los comienzos de las cosas.
Tokio y la mesa de luz
Ahora anda ese mundo mío esparcido en la marea del suelo, superficie lisa y diluyente. No aglutina. Dispersa y así anda mi mente también. Todo ese cosmos, anda arrumbado contra una ventana, dispuesto como objetos de la basura en exposición. Perdidos en su individualidad. O quizás es lo que me pasa en esta ciudad, que es como un gran parque temático, me diluye con tantas posibilidades.
Cada calle, cada piso de los edificios, las estaciones de subte, el arte en abundancia, el lujo casi obsceno. Tokio te deslumbra y te deja medio knock out.
Quizás especulo con que esa mesa de luz, o su ausencia, es una metáfora de lo que pasa conmigo y esta ciudad que me tiene atrapada en una especie de scroll permanente de sus calles hasta quemarme un poco el cerebro. E imagino un futuro cercano en que la llegada de esa vieja mesa de luz ideal me salve de la dispersión, me centre. Resguarde mis cables, mis cargadores, mis libros y me otorgue algo de pausa para mi mente.
Recorro las páginas de Silvina Ocampo, porque en sus cuentos siempre hay cosas cotidianas. Y logro encontrar sus mesas de luz que albergan cosas como somníferos, dulces, desayunos, veladores, fotografías de seres queridos. Hay quien pone virgencitas. De alguna manera, son mesas de luz que miran al pasado. Veneran los ancestros.
Yo nunca hago eso.
La mesa de luz no mira al pasado
Y en esto, soy muy categórica. Nada muy estable y fijo debe haber en la mesa de luz porque, ante todo, este mueble refleja la transitoriedad de la vida. Nada de fotografías y santos. Solo inmediatez. Ahora están, en mi imaginaria mesa de luz, la antología de cuentos japoneses The Oxford Book of Japanese Short Stories editados por Theodore W. Goossen, Aniquilación de Michel Houllebecq que me dejó hecha polvo, Gostly japan y los cuentos de hadas recopilados por Lafcadio Hearn. Todos ellos contra la ventana, dispersos y desordenados. También la Tablet, los cargadores, el lapiz negro y las fajas guachas de los libros. Todo esos objetos andan a la espera de que algo los eleve y los aglutine.
A veces flasheo que puede haber algún bicho por allí. Porque en Tokio he visto más cucharachas que en Madrid. Dormir al ras del suelo genera inquietud pero me sumerjo en algo. Me dejo llevar por el sueño. Por las historias que descansan a la vera de mi cama, a la espera de que llegue el mueble preciado.
la mesa de luz es el espejo del alma
¡Un poco es así!