A partir de la lectura de Mala letra de Sara Mesa, reflexionamos sobre las narración de lo oscuro, sobre los pueblos y los parajes abandonados y sobre la necesidad de crear y creer los cuentos que nos rodean. Para ello, visitamos a Capote, Lovecraft, Ishiguro, Roth, Némirovsky y alguno más. Porque la ficción también nos alimenta. Tanto como una buena comida.
Lo oscuro en la vida cotidiana
Hay algo que me gusta de la buena literatura y es la capacidad de generar incomodidad y mal rollo en escenarios comunes y realistas. Es una búsqueda personal. La incomodidad. La duda. Lo oculto. Lo que no parece obvio. El horror está aquí. Los fantasmas están aquí. Por eso la lectura de los cuentos de Sara Mesa me engancharon desde el primer momento. Por supuesto, hay de todo. Pero hay un factor inquietante que es la vida misma. Hay personajes sórdidos a medio camino entre el monstruo y el hombre. Y me pasa todo el tiempo que veo gente que me parece un poco aterradora aunque no lo parezca. Hay algo de monstruoso en ser algo y parecer otra cosa. En descubrir algo oculto. En toparse con ese doblez. Un poco vi eso en los cuentos de Samantha Schweblin, yo no sé si llamarlo terror (o sí), terror en lo cotidiano, en lo pequeño. Se percibe, por ejemplo, en “La respiración cavernaria”[1]. La idea del infierno en la tierra. La prisión de no poder morir. El arrastrar la vida como si fuera una losa.
En los cuentos de Sara Mesa, su escritura es terrosa. Simple. Casi desaparece su lenguaje en pos de una historia sin ornamentos. Algo parecido me pasó con dos autores en realidad muy disímiles: Fernando Aramburu y su Patria (Tusquets, 2016) y Kazuo Ishiguro en El gigante enterrado[2] (Anagrama, 2016). Es una forma de escribir que no endulza. Más bien, parece que el autor, quiere que te olvides de la escritura y te concentres en la historia. Y esa falta de emotividad, aunque parezca que le resta a la obra, por alguna razón, le aporta mucho.
De a ratos, parece que no se involucra, no hay emociones. Eso me había pasado con Un amor, de la que hablé hace unos meses y viéndola ahora en retrospectiva me parece más un buen relato al que le sobran 40 páginas que una novela. Tanto en el tono como en la atmósfera se acerca más a un cuento que a una historia larga. Pero volvamos a Mala letra.
Con este libro me llevé una grata sorpresa porque pude ver un registro más amplio. Y de lejos “Nosotros los blancos” me pareció el mejor relato de todos porque muestra a los personajes con sus luces y sus sombras y comienza de una manera y termina de otra y te deja el sabor amargo e incómodo que deben dejar los cuentos. Me pareció del todo inesperado y al mismo tiempo, bien resuelto. Casi una pequeña novela. Creo que es donde más cómoda se la ve. En los relatos y las nouvelles. Esa capacidad para condensar en poco espacio todo un universo, pocos pueden hacerlo. Y me vienen a la cabeza dos escritores de obras cortas que han llevado la ficción a la categoría de obra maestra: Joseph Roth (pienso en la maravillosaa La tela de la araña por poner un ejemplo) e Irène Némirovsky (El vino de la soledad entre otras). En dos registros muy distintos a Sara Mesa, han sabido condensar en pocas páginas narraciones que conmueven y logran esa tan anhelada compenetración. Y con Sara Mesa, a diferencia de los dos autores antes citados, sea novela o no, el aroma es siempre a relato corto. Las narraciones tienen el ritmo más de un cuento que de una novela, independientemente de su extensión. Pero hay más.
El pueblo y la infancia no es la patria a la que queremos volver
Hace poco se armó algún revuelo en torno a las declaraciones de Ana Iris Simón, autora de Feria, sobre la vuelta al pueblo y a la vida de los padres. Este tipo de mensajes los he oído a menudo en España por parte de cierta generación. “Me voy al pueblo”, la vida de los pueblos. Las historias de los pueblos. A mí es un tema que me apasiona porque los pueblos tienen muchas historias pero son todo menos románticas. Ya Lovecraft[3] hablaba de unos pueblos perdidos y de unos personajes inquietantes a partes iguales y Mesa, en un tono menos críptico apela también a describir una atmósfera, al menos, agobiante de la vida de los pueblos. Lo vimos muy claramente en Un amor y lo volvemos a ver en Picabueyes. Siempre hay temor. Acoso. Chismorreo. La niñez no es del todo idílica y la vida de los adultos no es lo que pensábamos. Y me gusta esa mirada crítica sin caer quizás en la frivolidad de tener que contar una historia de terror. Mesa llega con una bazuca a dinamitar esa nostalgia y quizás por eso me gusta tanto.
El horror en las cosas pequeñas y realistas
Sara Mesa no es una escritora de terror pero claramente es capaz de contar historias sórdidas sin caer en el género. “Papá es de goma” cumple con todas las premisas de lo inquietante pero siempre manteniéndose en el terreno de lo realista. La temática “niños abandonados” está en la literatura universal desde que el mundo es mundo y, si lo está, es porque es más común de lo que suponemos. De alguna manera, en los relatos de Mesa habita lo extraño en terrenos muy realistas. Eso le da un plus. Alguien que puede atemorizar sin recurrir a los fantasmas o a lo sobrenatural tiene todos mis respetos porque es capaz de captar parte de ese miedo que siento yo ante situaciones que son cotidianas. Y esas pequeñeces que nos rodean pueden tener un registro oscuro o, por el contrario, cómico. Y, por alguna razón, este cuento me llevó a Truman Capote, no porque se parezcan en la forma sino porque narran con sencillez vidas de niños abandonados o que pasan mucho tiempo sin sus padres. En “Una navidad”, “Un recuerdo navideño” o en “El invitado de acción de gracias”[4] nos acercamos un poco a esa infancia. La diferencia es que Capote emociona, casi hasta el dulzor. Quizás el hecho de escribir en primera persona realza esa emotividad que no tiene Mesa en sus relatos. Pero esto no es un defecto. Son dos miradas distintas. Mesa aborda la infancia desde la fría lejanía de un narrador que todo lo observa. Capote aporta la subjetividad del niño grande que se pone a recordar. Dos miradas diferentes e igualmente profundas. La infancia como instancia de desasosiego y soledad está presente en ambos autores.
La especie fabuladora
A menudo, en las mesas familiares nos encontramos con discusiones acerca de hechos o anécdotas del pasado. Todo comienza con una narración en tercera, quizás una madre o un padre recordando algo que sucedió hace treinta años. Pero hay interrupciones. Algún tío retruca. Dice que eso no fue así. Y se establece un diálogo. Un intercambio de opiniones. Y quizás, solo quizás, haya una persona más escuchando todo esto y pensando: aquí hay una historia. Aquí pasa algo. Y capaz lo interesante esté justamente en esa subjetividad que constituye la memoria y también la ficción. He visto claramente este recurso en “Nada nuevo”. Al principio, me confundió un poco. Lo tuve que leer varias veces porque si bien la historia es bastante simple en cuanto a hechos, tiene varias capas interesantes. Dos narradores o, mejor dicho, una narración en tercera, entremezclada con diálogos que constituyen una historia en sí misma. Me parece un recurso interesante que va despiezando la trama poco a poco y subyace esa idea atrayente que tiene que ver con la memoria, los rumores, el paso del tiempo y lo que recordamos y las historias que nos creamos o creemos recordar y que luego narramos a otros. Ese narrar es tan personal que de alguna manera viene a decirnos: todos somos narradores. Todos somos cuentistas. Las historias están. Las narraciones están. Somos una especie fabuladora como nos recuerda Nancy Huston en su obra del mismo nombre. Tenemos ese ímpetu porque, como ella bien nos recuerda, sabemos cuándo nacemos y sabemos que vamos a morir y ya ese mismo acto de reconocimiento de la propia existencia finita es una forma de relato. La narración empieza en nuestra cabeza. Nacemos. Morimos. Y en el medio suceden cosas que deben ser narradas.
Necesitamos creer como alimentarnos
Como seres humanos narramos hechos todo el rato. Lo vemos en la cola del banco. Una señora me empieza contar su vida. Tiene una necesidad. Y yo la escucho y la veo gesticular. Y le veo los ojos. Y no la conozco pero le creo. También le creo al gobierno a veces cuando dice que me va a llamar para vacunarme y le creo al señor y al verdulero cuando me dice que los plátanos que compro son de Canarias. Hay quien me dice. No les creas. Es todo mentira. Nos engañan. Y entonces, yo les digo que si no creo, aunque sea, un poquito, me voy a morir. Y que esa necesidad de creer en realidad no es un cheque en blanco. Es un ímpetu por vivir. O mejor dicho instinto de supervivencia. Y en la ficción me pasa lo mismo. Nos narran historias todo el rato. Y necesitamos creer al menos algunas, más allá de que no existan en la realidad. Sopesamos la posibilidad de que no existan pero elegimos creer para seguir adelante.
En palabras de Pablo Maurette, nos compenetramos porque lo que nos narra nos parece evidente:
“Estamos en las primeras páginas de una novela, (…), sin darnos cuenta aceptamos el mundo que se nos presenta, nos compenetramos con él, proyectamos en él nuestras emociones, sufrimos, gozamos. (…)Sabemos que ese mundo ficticio del cuento, del film, del cuadro, está construido con ladrillos muy distintos de los que componen aquel que habitamos en carne y hueso, y sin embargo lo aceptamos como quien, al sentarse, acepta sin más la realidad de la silla”.[5]
Y de alguna manera, las narraciones son como el alimento de todos los días. Las necesitamos para subsistir tanto como la comida. Las creamos. Las creemos. Son el pan nuestro de cada día.
Amén.
Para leer más
- Lulu o la búsqueda de la mente más vasta
- La biblioteca de la Caja de la cultura: primeras impresiones
- Allí donde habitan las sombras
- Sobre la importancia del lápiz negro
- Rumanía y Japón en dos bibliotecas
[1] Swebling, Samantha. Siete casas vacías. Páginas de espuma. 2015
[2] Sobre este tema del lenguaje y de Ishiguro hablé en Por qué leo cuentos de hadas.
[3] Aunque Lovecraft crea parajes abandonados o casi como Dunwich en Nueva Inglaterra. En general, hay un componente folclórico y casi mitológico que no se ven en los cuentos de Mesa. Lovecraft define personales pueblerinos que son siniestros pero siempre ligados a una idea de abandono que no vemos en los pueblos de España que retrata Mesa. Un cuento que refleja muy bien esa idea de territorio abandonado es “El día de Nahum Wentworth”.
[4] Todos ellos en Cuentos completos (Anagrama). Para mí, de los mejores libros de Truman Capote.
[5] Fuente: Maurette, Pablo. Por qué nos creemos los cuentos. Clave intelectual. 2021
Qué buena invitación a leer tantas cosas pendientes. Es una frecuencia ajena a la mía, pero invitás a meterse. Voy a segurite.
Un libro es una invitación a otro libro. ¡Siempre!
Un hallazgo lo de «escritura terrosa». Por lo demás, no he leído a la autora. Lo haré.
Gracias.