Primeros días de una nueva vida en Japón. El tanaku de la noche, el silencio de las calles. Días de misterio, de ajetreo y de mucha literatura.
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Un torbellino en el presente
De los primeros días en Tokio ya queda poco en mi mente. Porque el tiempo pasa tan rápido que ya no puedo asimilar tantas imágenes. Tengo todavía esa visión de túnel que se me instala cuando estoy haciendo muchas cosas.
Cambiar de país tiene eso que uno pone por delante lo cotidiano de una forma tan pasmosa que es como perder el mapa de la vida. Me espeluzna un poco mi capacidad para enterrar las cosas. Madrid está ya medio sepultado.
Ya ni intento aferrarme a esos recuerdos de los primeros días que se escapan. Me refugio en los sentidos y me dejo llevar.
La piel húmeda todo el rato. Un sarpullido porque la comida es diferente. Las verduras tienen otro color, otra forma. La carne se ve diferente. Los olores son extraños y diversos.
Camino mucho porque es la única forma de avanzar. No tengo auto ni bici. Hay cuestas. Hay vegetación por todos lados. Hay silencio. Murmullos. Chicharras que trinan. La naturaleza que se cuela en el cemento. Ayer incluso en la noche vi al famoso Tanuki, perro mapache de Tokio y, como soy urbanita y he leído mucho cuento de hadas, me asusto con facilidad. ¿Cambiará de forma el bicho y me atacará en la noche?

Chicharras que suenan como tractores. La gente calla pero la naturaleza chilla en Tokio, en especial en los parques.
Y veo obreros por todas partes que dirigen el tránsito con esos palitos fluorescentes. Todo es potencialmente deslumbrante, desde el súper, hasta los negocios, los bazares, los perros por la calle que son diminutos y coquetos. Y la gente que anda bien vestida, los ricos, los pobres, los trabajadores, las amas de casa, los chicos. Todos van impecables y bien planchados y yo pienso que debo verme muy desprolija para ellos con mi pelo ondulado, mi piel imperfecta, mi ropa demasiado colorida. Imagino que me ven como un bicho estridente y exótico al que hay que evitar. Como esos insectos subtropicales, vistosos, que hay que esquivar.
Ellos no hacen contacto visual, huyen porque no hablan inglés o porque la vida es para dentro. Nunca hay hostilidad porque son educados. Quizás solo es una falta de interés o de tiempo. No lo llevo mal porque yo ya soy medio asquerosita con la gente. Tampoco besan a desconocidos, solo hacen esa reverencia. Y me ajusto bien a esa distancia porque también soy distante a veces.
La pequeñez de las cosas
Me parece que llevo varios meses y solo han pasado dos semanas. El tiempo es como una manta pesada, de esas que dan tanto calor que sofocan. Ya manejo bastante el barrio, los bares que siempre son una preocupación para mí, porque quiero siempre tener uno a mano.
Decía que los perros son pequeños acá. En realidad, todo es muy mono y, parte de que sea así, pasa por el tamaño. Lo pequeño es hermoso, dice EF Schumacher y ya resulta un lugar común. Y sí, hay hasta un mini rallador de queso, una mini fregona y una mini escoba, no solo porque acá los niños limpian sino porque la gente vive en casas pequeñas y hay que acomodar las cosas.
Los izakayas son tan chicos a veces que no podés creer que ahí entre la gente. Quizás por eso son tan ordenados. El espacio pequeño requiere que todo esté en su sitio, incluso la gente en estos lugares se sienta frente a la barra pero no todos amontonados como en Madrid, sino cada uno en su silla y a una prudente distancia unos de otros. Encuentro ese orden muy cómodo. No me espanta para nada. Me gusta estar sentada y tener mi espacio. Lo de estar de pie hablando a los gritos es algo que nunca he podido incorporar en Madrid.

Izakayas que son pequeños pero impolutos. Cada uno en su sitio y todo comienza con una toalla húmeda para limpiarse las manos.
Otro asunto relacionado: todo es potencialmente plegable, desde las bicis hasta el escurre platos. Me gusta ese arte del doblado. Parte del ingenio japonés pasa por reducir el tamaño de las cosas.
El otro día salí a buscar unas esponjas y eran muy chicas. Las miré medio perpleja pero al final me sirvieron. También se pasa un poco más de hambre al principio. Los yogures, los quesos, las bandejas de carne, la pasta, todo viene en envase pequeño. Parece todo más barato pero, en realidad, viene menos comida. Quizás comen menos, no lo sé, pero me estoy acostumbrando. A veces confieso que escapamos con mi familia al Tully’s y completamos la comida con un sándwich de miga gordo que hacen acá. Pero, en realidad, uno de se da cuenta de que no necesita tanta comida.

Rallador de queso en miniatura. Todo es pequeño en Japón. Y eso nos genera mucha ternura. Hasta el rallador de queso conmueve.
Los haikus y los ojos
Tengo que ir al super todos los días. No tengo modo de transportar la comida y veo que la gente lleva compras pequeñas. Se tira de mucho bento y el resto es compra diaria. Los duraznos vienen de a dos, las bananas de cuatro o cinco, el salmón, dos rodajas finas en una bandeja. Lo que más me gusta son esos tarros de detergente en miniatura. ¿Que le pasa al ojo que le genera ternura lo pequeño?
Nos pasará eso a los occidentales porque no lo vemos a menudo. A veces los observo, a los japoneses, ellos no sienten esa misma emoción por lo pequeño. Ya la tienen incorporada. A mi me da ternura ver a los niños solos con sus mini móviles, sus gorritas y su cuello de gel para el calor. Los ves tan bien equipados y solos haciendo sus trayectos que me da satisfacción verlos. Los nativos pasan al lado de ellos como uno más. Es el ojo, pienso, el ojo que mira se entrena para algo y luego cuando ve algo distinto se sorprende o le genera una emoción en el cuerpo.
Tom me habla de una creatura. Ya no recuerdo su nombre pero me dice que tiene el cuello muy largo.
¿Cómo el de la girafa?, le pregunto.
No, no tan largo. Pero más largo que el nuestro.
Y le digo que lo largo y lo corto depende de los ojos con los que lo miren. Nuestro ojos no son solo una ventana, un orificio que percibe, también son la métrica de las cosas. Una regla, un instrumento de medición.
Si tuviéramos el ojo de la girafa, nos parecería que ese cuello es muy corto, le digo.
Las sombras, otra vez
Los haikus un poco responden a eso. Unas pocas palabras para convertir aquello que percibimos con los ojos, con los oídos, con la piel. Y transformarlo en palabras.
Goethe dice que la vista es el único sentido capaz de percibir sin recurrir al tacto. Cuando oímos hay una vibración, cuando tocamos interviene la piel como receptora, en el caso del gusto, sucede algo parecido, la lengua se encarga de hacer ese trabajo de mensajero, pero con la vista ocurre algo mágico. Goethe fue un fanático de la óptica y dedicó años al estudio de los colores. Quizás algo vio en este sentido que escapaba la lógica.
El haiku con su simpleza y su pequeñez también extrae algo de lo que nos dejan los sentidos. La vista también es protagonista. A veces no solo lo leemos, también lo miramos. Observamos su forma. Yo lo analizo como caracteres que están en el papel, con sus contornos, su duración y luego me dejo llevar por la sonoridad de la lectura en voz alta. En esas pocas palabras, se concentra todo o más se deja de decir mucho porque una palabra nunca puede abarcar el universo entero.
El resto se intuye, queda en las sombras. A mí me encanta esa idea de la sombra. Siempre la busco. La oscuridad. El silencio. Dice Tanizaki con sabiduría:
“No intentéis ser demasiado claros, dejad lagunas en el significado… somos partidarios de mantener una fina hoja de papel entre el hecho y el objeto, por un lado, y las palabras que le dan la expresión, por otro. En la mansión de la literatura, yo pondría los aleros muy bajos y las paredes de color oscuro. Y empujaría hacia las sombras del fondo aquello que se muestra muy evidente.” (p.229)[1]
Camino por las calles calurosas, buscando una oscuridad que casi no existe. Los japoneses, en especial, las mujeres usan sombrillas y se cubren los brazos, la cara. El arte del sombrero en este país es espectacular, supongo que tiene que ver con eso y con que es muy elegante andar con sombrero por la vida. Las veo por la calle, cubiertas. No es decoro, no hay algo ético.
Hay que huir de la luz.
Y pienso en mis brazos tostados y mi cara al descubierto como una aberración. Busco un árbol. Una rama gruesa. Algo donde cobijarme de la claridad.
Refugiarse en la sombra. Los dejo con el haiku de Matsuo Bashio[2], que completa lo que queda en mi cuerpo. Aquello que me no expreso en palabras. Ya está él para hacerlo.
Bajo un sombrero
disfruto de la sombra,
aún estoy vivo.
[1] Junichiro Tanizaki. Elogio de la sombra. Siruela. 2008. También citado en Hane Mikiso. Breve historia de Japón. Alianza. 2021
[2] Satori Ediciones, tiene dos libros con haikus traducidos al español de Matsuo Bashio.
Impecable, verosímil. Magnífica escritura.
¡Gracias!
Bellísimo Silvia, transparente y en el tono justo, como un haiku, cada palabra es necesaria y está en su lugar.
Trini
¡Gracias Trini!