Hace tiempo recomendé algunas herramientas para salir a flote sin tener que acudir a los fármacos en el Kit de supervivencia en tiempos de pandemia. Algunos filósofos, de verdad, me cambiaron la vida en estos últimos meses. Hoy quiero hablar de felicidad acudiendo a otro: Bertrand Russell. Matemático y filósofo. Miembro del Grupo Bloomsbury y Premio Nobel de Literatura.
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Bertrand, el ateo
A Bertrand lo descubrí gracias a su maravilloso ensayo Por qué no soy cristiano, del que hablé hace poco en Lo que tienen en común la religión y el capitalismo. Posee una forma de exponer las cosas que lo aleja de la clásica figura del filósofo. Se asemeja más a un abuelo. Bertrand fue parte del Grupo Bloomsbury y profesor de Keynes y estuvo muy influenciado por el filósofo de la Universidad de Cambridge y padre de la filosofía analítica, G.E Moore, y los Apostoles (aquel grupo de elegidos más parecido a una secta que a otra cosa).
Russell escribió los afamados Principia mathematica (como nota color, la obra le costó diez años de trabajo, la editorial Cambridge University Press les dijo que tenían que poner dinero de su bolsillo. Tanto él como Alfred Withehead, el otro autor salieron a buscar donaciones. En rigor, fue una co-edición que pasó a los anales de la historia matemática). Su teoría de la probabilidad fue aprovechada por Keynes en su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero y en su Tratado de probabilidad (*).
Sin embargo, aquí nos centraremos en una obra menos conocida que nos regala algunos tips interesantes para llevar el día a día. Porque la lógica está muy bien y es muy entretenida pero no nos hace tan felices.
La conquista de la felicidad (De bolsillo,2016), el libro del que hablaremos hoy, tiene título de guía de autoayuda de tercera categoría. Pero nunca hay que fiarse de las cubiertas ni los títulos.
Pero antes de seguir, quiero hacer algunos disclaimers.
- La obra es machista. Tiene una imagen estereotipada de las mujeres. Está escrita para un púbico básicamente masculino aunque se leen también pasajes en las que defiende el trabajo profesional de las mujeres.
- Hay una crítica velada a la democracia. La defiende pero considera que todo es más duro. Más difícil. Russell era un hombre comprometido con la democracia pero veía sus luces y sus sombras. Era activista pero, al mismo tiempo, acomodaticio y vividor.
- Tiene un punto clasista. Hay que verlo como un ciudadano de su tiempo, perteneciente a una clase privilegiada de un país que era la primera potencia del mundo (aunque entrando en decadencia).
- Esta guía está pensada para personas que ya tienen las necesidades básicas satisfechas tanto económicas como emocionales. Este punto hay que aclararlo.
Sin embargo, a pesar de estos asuntos, rescato algunas ideas interesantes.
El hombre no está hecho para no trabajar
Estamos en la búsqueda perpetua. Una de las claves de la felicidad es carecer de alguna cosa que se busque. El que ya lo tiene todo, ya no busca. Ergo, ya no es feliz. Hay algo en esa idea de movimiento que es atrayente. Todos buscamos. Nos movemos. Y en ese movimiento hay algo vital conectado con la vida. Por eso el aburrimiento es el peor de los males y el que más contribuye a la infelicidad. Subyace una idea parecida en Las posibilidades económicas de nuestros nietos, en donde Keynes se pregunta ¿qué pasará cuando hayamos llegado a ese punto de la sociedad en el que hayamos satisfecho todos nuestras necesidades materiales mediante la tecnología y podamos dedicarnos realmente a lo que nos gusta? ¿Seremos capaces de prescindir de esa lucha diaria en pos del disfrute del arte y el conocimiento?
Pues, parece que no.
Cien años después, podemos decir que la tecnología no ha logrado que trabajemos menos y haya más prosperidad para todos. El hombre no se conforma. Quiere más. Y más que el otro. Porque la desigualdad no es solo económica. Es ideológica. Es la religión de muchos. Y eso nos lleva a lo siguiente.
El hombre es esclavo de la “lucha por la vida»
Y aquí entrecomillamos porque lo que Russell llama «lucha por la vida», en realidad, es lucha por el éxito. Muchas veces me he encontrado con gente bien acomododa y bien educada hablándome de lo mucho que trabajan. Realmente lo pintan como una lucha por la vida, cuando, en realidad, uno ve que no pueden vivir sin esa necesidad constante de demostrar que ellos son exitosos. Hay un ansia de aplauso que la vemos constantemente y que la disfrazamos de necesidad económica pero ¿Cuántos estarían dispuestos a renunciar a su nivel de vida en pos de más tiempo y menos consumo?
Muy poca gente.
Parece que hay una necesidad constante de tener más. Bienes. Éxito. Carrera. Dinero.
El que dedica toda su jornada al trabajo relegando otras cosas, tiene una necesidad de justificarse en que “no le queda otra” y yo me rio porque me parece muy bien que la gente haga lo que quiera. Pero siempre causa gracia tanta explicación. Muchas veces esta gente se queja de su vidas. Se cansan. Putean. Y cuando alguien les sugiere que intenten cambiar algo, te dicen que no les queda otra. Que están atrapados.
Antes me preocupaba por esta pobre gente pero después me di cuenta de que era una forma de felicidad para ellos. Está la impostura de no decirlo. Parte del juego es decir que no eres feliz como si la mera idea de expresar felicidad fuera pecaminoso. Es un camino psicológico sinuoso e interesante que observo con admiración.
Este tipo de gente puede buscar la felicidad de diversas maneras pero no lo hace. Russell les diría que dejaran de quejarse. Incluso muchos de ellos sufren lo que él llamaba «manía persecutoria» de la forma más extrema con pensamientos del tipo: “en este país nadie trabaja”, “son todos unos vagos”, “estoy hasta arriba de trabajo”.
Hace poco se discutía la jornada de 4 días. Keynes ya abogaba por trabajos de 15 horas a la semana y una renta básica. ¿Está la pandemia reconfigurando el empleo? ¿No estamos yendo, de facto, hacia una sociedad sin trabajo y con rentas básicas en forma de ayudas?
Pero volviendo a las causas de la infelicidad. La siguiente es más engorrosa aun.
La búsqueda desenfrenada de estímulos
El aburrimiento es la base la infelicidad y de la mayoría de los pecados pero, al mismo tiempo, la monotonía es necesaria para alcanzar las grandes cosas. Es decir, necesitamos hacer grandes esfuerzos a veces. Lograr la maestría en algo requiere trabajo y dedicación. Quizás una monotonía más ligada al rigor.
En estos momentos de pandemia, me dicen: me muero por viajar. Estoy harto de estar encerrado. ¿Se dan cuenta lo acostumbrados que estaban algunos a moverse? No saben lo interesante que puede ser el mundo sin moverte de casa. Russell nos invita a buscar esos asideros en las aficiones. En la consecución con pasión de cualquier actividad que no implique drogas, alcohol, sexo. Fijense que Russell era un vividor y un pirata pero era consciente también de dónde estaba la felicidad. Cuando nos sumergimos en cualquier pasión, el tiempo vuela, y nos parece que la vida vale la pena. Pueden ser cosas peregrinas. Desde coleccionar rocas. Observar a los insectos en primavera. Perseguir a las hormigas. Es como si el entorno tuviera otra dimensión cuando cambiamos la mirada. Así soportamos mejor la monotonía o, mejor dicho, se acaba la monotonía. Y dejamos de centrarnos en nosotros. Ponemos afuera nuestra felicidad.
Lo que te ocurra no le importa a nadie
Esta máxima deberíamos tatuárnosla en el brazo y repetirla todos los días. Qué chiquitos que somos. Qué poco importantes somos para los demás. Qué deforme está nuestra mente para llevar al nivel de la gigantografía sentimientos y personas que no valen la pena. Incluso en esta pandemia nos hemos encontrado con gente que se enoja ante la enfermedad. Te dicen: “me cuidé y me enfermé igual”. “Estoy harto de estar encerrado”. «A ver si se va este bicho». Como si esa mala disposición del azar fuera transitoria y no el pan nuestro de cada día.
Y uno vislumbra un cabreo que no sabe contra quien es. Una perplejidad ante la desgracia que se acerca pero que, en realidad, siempre estuvo ahí. Al acecho.
Señores. Nos morimos. Nos enfermamos. Y parece que recién ahora nos dimos cuenta.
Russell nos dice. “Tus desgracias no le importan al planeta”. “Nada de lo que pase es realmente importante”.
La envidia como base de la democracia
Hay una idea polémica que plantea Russell. Dice defender la democracia pero alega estar fundada en un pecado: la envidia. El deseo de igualdad. El deseo de tener los mismos derechos y bienes que el prójimo es lo que impulsa la democracia. Es como si siempre hubiera un pecado original. Es curioso porque la envidia es de los pocos pecados que no dan placer. El envidioso sufre. Desea el mal del otro. Sufre cuando otro tiene más. E incluso le da bronca que lo ayuden. Desprecia la caridad. De alguna manera, necesita de la envidia para alimertarse pero, al mismo tiempo, lo hace infeliz. Ya hemos hablado que Russell, al igual que Keynes beben de una visión de la sociedad y la economía que pone este pecado en primer lugar como base y construcción de la sociedad. Lo vemos claramente en la Fábula de las abejas de Bernard Mandeville en donde la envidia se ve como algo positivo y necesario para construir un país próspero. Pero volviendo al envidioso, debemos decir que no suele querer salir de su estado, sospecha del que le tiende la mano.
Y a veces. Hace bien.
El filántropo ¿es un egoísta encubierto?
Hace poco hablaba de estas empresas y personas que usan causas nobles para mejorar su imagen. Lo hemos visto con el feminismo, con el cáncer de mama, con el medio ambiente. Se llama washing y es una práctica cada vez más extendida, en especial, en redes sociales. Hace unos días discutía esto con un amigo. ¿Qué hacemos cuando nos enriquecemos o ganamos mucha influencia gracias a una buena causa? ¿Es filantropía o es washing?
Russell cree que hay un tipo de filántropo que “siempre está haciendo el bien a la gente en contra la voluntad de ésta, y que se asombra y se horroriza de que no le muestren gratitud.” (p.112) y plantea una idea que hace rato que venía cavilando. ¿Realmente estamos buscando el bien del prójimo cuando ayudamos?
Hace poco se debatía sobre algunas series con historias duras como Ski Rojo que propone denunciar la trata, el documental Nevenka emitido en Netflix o el de Rocío Carrasco de Mediaset.
Se mezcla la denuncia con grandes audiencias. ¿Es lícito lucrar con una causa buena? Russell interviene en ese aspecto para recordarnos que muchas veces nuestras razones para hacer el bien rara vez son tan puras e inocentes como pensamos. Y otra vez vuelvo a la pandemia y a todo este gran esfuerzo que hacemos para cuidar al otro, incluso aunque ese otro no quiera ser cuidado.
A menudo me encuentro con gente que se enoja ante esto. Me hablan de falta de solidaridad. O del poco miedo a la muerte de algunos que no cumplen las normas sanitarias. Y a esos quejosos que se hacen mala sangre con la humanidad, les respondo que el ser humano es kamikaze por naturaleza. Maneja borracho. Se va a hacer la guerra. Fuma. Bebe. Todo a sabiendas de que está mal.
Mi conclusión es: nos hemos empeñado en cuidar a los viejos, a los jóvenes. A la sociedad. Y puede que quizás, y solo quizás, ellos no quieran ser cuidados. ¿Quiénes somos nosotros para pedirle a un viejo que está sano y que, tal vez no le quede mucho de vida, que no salga de su casa durante un año? Cada vez creo más que los filántropos experimentan un placer ligado al poder de ayudar. Russell habla de afán de poder y de vanidad.
Lo vemos en especial con los periodistas estrellas que denuncias causas. Me gustan que lo hagan pero… ¿qué pasa cuando sus carreras profesionales despegan gracias a esas buenas acciones? ¿No entra la vanidad en juego? ¿El deseo por ser venerado? Y esto nos lleva a pensar en aquellas profesiones que son apasionantes y complejas. La ciencia y el arte.
El aplauso es secundario para el verdadero artista
A la gente que no concibe que se realice cualquier actividad si no hay dinero de por medio, esta maxima le cuesta. Esto aplica a los verdaderos escritores. Y al sastre. E incluso a un plomero. Aquellos que trabajan por el mero hecho de intentar hacer las cosas bien. Como el carpintero que quiere hacer un bonito mueble. Por supuesto que necesita el dinero pero hay también un amor al esfuerzo y quizás una adicción a querer ver algo bien hecho. Y recuerdo otra vez a Natalia Guinzburg de Las pequeñas virtudes que nos hablaba del amor al trabajo por el mismo interés por hacer cosas bonitas, independientemente de su compensación o justicia. Esa idea me parece maravillosa Y esto me conecta con lo siguiente:
Todo es potencialmente interesante
Russell nos pide que “tengamos una reacción amistosa” con las cosas. La idea es buena aunque, como siempre, intuyo que es difícil cuando nos tenemos que afrontar a los problemas graves de la vida. Aun así, es un buen consejo. Desarrollar pasiones (las hay muy baratas) da verdadero placer y lo recomiendo en estos tiempos de pandemia. Sin embargo, volviendo a científicos y creadores, hay un reconocimiento que tiene el científico que no tiene el artista. El primero es feliz y el segundo sufre (esto a ojos de Russell).
Yo no pienso igual.
Sí pienso que el creador está más jodido. El científico no tiene que dar explicaciones, el segundo, muchas. Quizás el problema sea que el artista a menudo necesita “prostituir” su arte para subsistir. Tiene que apelar al cinismo. Desdoblarse. Y seguir dando explicaciones. O ponerse a exponer que también es un trabajador que necesita pagar sus facturas. El vínculo entre el artista y el dinero es complejo y no está resuelto. El científico lo soluciona fácil pero el creador lo tiene complicado. Ya he hablado de esto en numerosas ocasiones, ne especial en Arte y economía: una mirada desde la historia y la filosofía.
Los moralistas aburren
Es interesante el camino de Russell porque llega a los mismos preceptos que el moralista pero por otro sendero. Mucho más interesante. Se trata de hacer el bien porque hay un “estado mental” que acompaña (esta idea se la roba al filósofo G.E Moore). Por eso él habla de egoísmo, incluso en los actos más altruistas, y no lo ve como algo malo sino como el motor de las relaciones humanas. Incluso en el amor hacia el otro, nos gusta pensar que el otro nos quiere y, al mismo tiempo, es feliz con nosotros. Necesitamos de alguna manera que el otro, al que amamos, busque su felicidad. Nadie quiere tener un mártir o un moralista al lado. Creo que Russell es honesto en esto. De alguna manera, desenmascara al moralista que hoy en día está tan presente en nuestras vidas. Y señores, Russell tiene razón en esto. Los moralistas aburren. Dan pereza. Prefiero quedarme con esa bella idea de hacer las cosas buenas, bellas y útiles por el simple placer de verlas y crearlas. Más modesto. Menos rimbombante.
Y terriblemente honesto.
(*) Para más información sobre la obra y vida de Bertrand Russell pueden leer esta magnífica semblanza de Manuel López Pellicer. Bertrand Russell: centenario de Principios de la Matemática.
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