Este no es un artículo sobre fútbol. Nada me importa menos. Aquí se habla de literatura, de cómo el arte puede tener ánimo de lucro y la moral también. Y claro, se habla de raza. Un tema recurrente en estos días mundialistas. Disfruten.
El misterio del dominó
Mis gritos se pierden entre la lluvia y el frío. Qué desastre porque en este Mundial he gritado tres goles anulados. Se han difuminado en la bruma otoñal tres alaridos que no sé a dónde han ido a parar. El silencio de la Sierra arrasa con todo como una apisonadora. Porque donde yo vivo no hay ánimo futbolero y menos desde que España quedó afuera del mundial.
En el bar al que suelo ir está puesta la tele. Ahí he seguido pedazos de partidos entre recogidas de niños e idas al supermercado. La gente murmura. Al fondo, los viejos juegan al dominó. Son ajenos al hecho mundialista. La jugada de dominó parece apasionante. Yo la miro fijo porque quiero entender ese camino serpenteante de fichas. Debe haber un mensaje, una belleza, algo que aprender de esa disposición de piezas. Y les miro los rostros porque a veces los viejos pelean y yo quiero saber porqué. Siempre hay un viejo moderador que calma los ánimos. Cada tanto observo la pantalla, sigo los movimientos de los jugadores japoneses. Esos cabellos. Los disfraces de esa hinchada enloquecida. Doy un sorbo a mi café. Vuelvo a los viejos. Uno de ellos ya está con un ron. Siguen absortos en ese universo de piezas que ellos con maestría colocan en forma de sendero.
Yo emprendí otro.
Uno intenso e irreversible.
Hace ya varias semanas que todo mi pensamiento está invadido por noticias que tienen que ver con el Mundial de fútbol. No puedo culpar al algoritmo. Lo mío es premeditado. Es completamente evitable como la comida barata. Como esas papas fritas que uno sabe que le van a caer mal pero se empeña en comer porque están riquísimas. Los labios se secan y se agrietan. No importa.
Las papas están ricas y no hay nada más que discutir.
El asunto es el siguiente: no es que el fútbol me importe algo. Nunca he estado interesada en mirar deporte. Corro por placer pero me interesa bastante poco la vida de los deportistas o el espíritu deportivo.
Sin embargo, cada cuatro años las cosas cambian. Se instala un mood del que uno no quiere escapar. Me divierte toda esa conversación, arte, literatura, pavada insólita y parafernalia que se genera alrededor de un evento de esta magnitud.
El color de piel siempre garpa
Uno de los debates más socorridos es el tema de la raza. Siempre salen las mismas notas anglosajonas y decadentes de porqué son todos blancos en la Selección argentina. La gente se indigna, pero el tema del color de piel siempre aflora en estos países que son o han sido imperios. Es como una obsesión tremenda.
Yo nunca he tenido mucha consciencia de esto hasta que emigré. En realidad, sigo sin tenerla. Me gusta mi argentinidad pero no le pongo ninguna connotación porque desde que salimos de nuestro país nos transformamos en extranjeros en todos lados y eso, incluso en nuestra propia tierra. Lejos de incomodarme, me gusta.
Para mí, siempre es un lugar cómodo la extranjería. El saber que no tengo pasado en el lugar en el que vivo.
Decía Cortázar que “ser argentino es estar lejos”[1]. Y encuentro algunas similitudes entre el fútbol y la literatura. Los escritores a menudo migran, viajan, escriben desde otros lugares. Lo mismo los jugadores a los que se les pide, a veces, ese carnet de argentinidad como si ello pasara por saber cantar el himno o escribir sobre temas locales. Puede que Europa tenga algo de responsabilidad. A veces en esa visión estereotipada de lo latinoamericano no ayuda (¿debemos escribir las mujeres latinoamericanas sobre patriarcado o sobre sociedades violentas porque eso se espera de nosotras?). Me gusta la idea de que quizás la argentinidad no tiene que ver con hablar de temas de color porteño (¿tango, fútbol, etc.?) sino con una forma de ver la vida. Dice Cortázar en una entrevista con Luis Harss:
“No comprendo por qué un escritor argentino ha de tener como tema a la Argentina. Creo que ser argentino es participar en una serie de valores y disvalores, en los planos más diversos, en asumirlos o rechazarlos, entrar en el juego o tirar la pelota fuera: (…)”[2]
No es baladí la metáfora futbolística. Toda esa parsimonia alrededor del fútbol también forma parte de un carácter que emerge en la cancha y que algunos podrían catalogar de argentino. Yo no voy tan lejos. Más que argentino, la liturgia de la cancha es intrínseca a un deporte que explora la psiquis nacionalista hasta el extremo, todo en pos de un show que no pretende ser elegante sino más bien “vulgar” como podría decir el diario La Nación.
Lo moral tiene ánimo de lucro
Hay otra estirpe de individuos aun más decadente que la anterior. Los que buscan una lección moral en un evento que ya empezó con mal pie. Un Mundial de fútbol en Qatar es una vergüenza, como lo fue el pasado en Rusia (hablé hace poco en Activismo, consumo y naturaleza: un Mundial para pensar sobre los dilemas morales que ha despertado el Mundial en Qatar). A partir de ahí, ¿de qué moral podemos hablar cuando este mismo deporte mueve cantidades enormes de dinero y mafias? La misma FIFA, sospechada de todos los entuertos posibles, parece querer dar mensajes de fair play y ética. Poco creíble.
Para mí, el Mundial, es un gran tema de conversación. Me gustan los cruces entre países extraños. Me gusta que el pequeño le gane al grande (cuando no es Argentina, obvio) y me gustan los memes en Twitter. La gente saca un ingenio descomunal y eso lo aplaudo. También me gusta escuchar a los ofendidos que una vez creyeron que esto del fútbol era algo bonito y ético.

Memes en Twitter del triunfo de Argentina sobre Países bajos. (Fuente: Infobae)
Sabemos lo evidente. Es un espectáculo innecesario, caro, tribal, antiecológico y que mueve las peores emociones del ser humano. Quizás no debiera existir, como los toros.
Y justamente por eso nos gusta. Nos conecta con el lado más salvaje. Nos aleja por un rato de la gris existencia de la rutina abyecta. Nos obliga a mirar el escenario. Los parroquianos en el bar. El verdulero. Los que acomodan los artículos en el supermercado. Los dependientes de la tienda de ropa. Los que descargan las Coca Colas a la mañana. Los mozos. La radio bajita del portero. El murmullo. La especulación. Los posibles cruces.
Todo eso es la conversación. Algo colectivo. No es bueno en sí mismo. No se trata de eso. Sin embargo, justo por eso tiene algo de auténtico. Nadie está buscando «hacer el bien». Y quizás por eso tiene un valor especial. Porque a veces en eso de buscar la moral en el arte o en el deporte, hay un ánimo de lucro encubierto. NO es dinero, vale. Pero es un tipo de reconocimiento que se transforma en una peculiar forma de “lucro”(hablé de ello en relación al washing que hacen empresas y personas públicas.)
Y esto me lleva también a la literatura. Así debería ser también. La búsqueda de la belleza y la verdad. El lugar incómodo. El hacer las cosas por algo transcendente. No se trata de endiosar jugadores. Para mí, son señores que juegan a la pelota. No los amo ni me generan una especial empatía. No me interesa que Messi sea feliz. Me carga la idolatría tanto a jugadores como a escritores.
Me gusta la definición que da Pier Paolo Pasolini[3] cuando dice que el fútbol es un lenguaje de signos. Y en esta clave puedo leer un partido de otra forma. Ya no solo son jugadores queriendo meter gol. Ellos son desplegadores de lujo de toda una serie de lenguaje no verbal que también determina el resultado. Las miradas. Los gestos. Las manos. El caminar. Los cánticos. Hoy más que nunca (y menos en penales) el deporte es lo menos importante.
La prosa y la poesía de la que habla Pasolini en la cancha, solo determina una parte pequeña del espectáculo total que incluye también la justicia poética de determinados gestos, algunos cuestionables, que pueden tener una belleza intrínseca.
Pier Paolo Pasolini durante un rodaje en Roma (http://www.pierpaolopasolini.it/biografia.htm, Public domain, via Wikimedia Commons)

Repito: no es mi intención ensalzar a los jugadores. Para mí son gente que patea una pelota. No los creo superiores ni quiero que sean ejemplos de nada. Me da igual cómo festejan los goles.
Quiero espectáculo. Reflexión. Belleza. Cuatro naranjas persiguiendo a un celeste y blanco. Otros tantos pegándose patadas. El árbitro medio desquiciado. El vodevil. Los murmullos. Las palabras de unos y otros a los periodistas. Cristiano, a cuestas con su cúmulo de músculos en desuso, que se va al vestuario entre lágrimas. La madre abrazando al jugador de Marruecos Sofiane Bufal.
No quiero eficiencia. No quiero “deportividad”. No entiendo esa palabra. Tampoco busco el mal en sí mismo (No soy un ogro). Pero pienso que si realmente hay que enfatizar tanto la bondad es porque no es orgánica. Entonces se convierte en una puesta en escena y no hay nada más decadente que la puesta en escena de la bondad. Lo vimos al principio del Mundial cuando hubo gente que decía que no había que verlo y pedían boicot. Son los mismos que dicen que no compran en Amazon. Y ese histrionismo del buen ciudadano creo que esconde algo turbio. No sé qué es y no entiendo bien por qué se escenifica tanto en Europa.
Contemplar las cosas abyectas
Volviendo al artista. Hace poco estuve contemplando esta hermosa escultura en el Duomo Milán. Miren qué belleza y qué espanto. Es San Bartolomé despellejado por predicar el cristianismo y convencer a un rey indio. Lo que le cuelga cual estola es su propia piel.

San Bartolomé en el Duomo de Milán. El manto es su propia piel. El detalle de las venas y arterias es asombroso. Algunos dicen que murió crucificado del revés.
El arte cristiano siempre ha jugado con la idea de que, a través de imágenes desagradables, se pueda fomentar valores como la exaltación de la virtud, la religiosidad, la gratitud, etc. No es nuevo y ya Adorno[4] analizaba los efectos que la negatividad en el arte puede tener en la cognición del receptor. ¿Y si este tipo de espectáculos abyectos propulsaran toda una serie de reflexiones positivas en el individuo a través del debate y la puesta en común de temas que de otra manera no surgirían? Está claro que de aquello deleznable que es la vida, somo capaces de generar belleza. Y me viene a la mente Alda Merini[5]:
Confusión de planos extáticos, eróticos, fijos
de existencias asimétricas,
de poluciones nocturnas,
de flores de ausencia olvidada.
Esto es la tierra carente de derechos humanos,
esto es la tierra del pecado.
Mezcla de sangres de dos ocasiones perdidas,
Un paraíso olvidado.
Mis manos sofocaron el cordero,
el pecado me partió en dos,
el sentido actuó sobre el alma,
el alma murió en el sentido.
Y aun así el demonio transformado en espíritu
rompe las aguas del sacrificio,
y el grito no es humano ni divino:
es el grito del horror
de quien siente acercarse su infierno.
Más allá de esta digresión, me gusta cuando el artista está tan apasionado por su obra que no es capaz de pensar si lo que hace “es bueno para humanidad”. No está para eso. Solo crea. Ni siquiera piensa en sí mismo. Ni en el qué dirán. Está inmerso en el proceso creativo como los niños cuando juegan y pierden la noción del tiempo. No quiere ser ejemplo de nada. El artista. No quiere salvar el mundo. Crea y desaperece. No sabe que existe. No hay tiempo. Se funde en el acto de crear. Como el deportista que corre detrás de la pelota o el corredor que quiere llegar a la meta. No ve a la gente.
La adrenalina del acto. El placer de ejecutar un movimiento. Ni siquiera hay soledad porque en la soledad hay consciencia de uno mismo.
Cuando crea, desaparece. Hasta el creador. No queda nadie. Un espacio. Una obra. Una habitación vacía. Nada más.
Y volviendo al Mundial. No quiero que me salve. No quiero que me haga buen ciudadano. Solo que me dé regocijo como cuando ves las caras de los japoneses cuando le ganan a Alemania o de los marroquíes metiéndose en semis en penales. Y las mesas de los bares. Las plazas. Bangladesh. La base Esperanza. Los lugares comunes. Los lugares remotos. Los viejos del dominó, otra vez ajenos a todo esto. Y los periodistas gritones de las tertulias deportivas.
Yo ya estoy instalada en la alegría.
Pase lo que pase.
[1] Verso del poema La patria que aparece en La vuelta al día en ochenta mundos (Siglo XXI editores, 1967)
[2] Fuente: Morales Ortiz, Gracia. Ser argentino es estar lejos: el desarraigo como proceso identificador en Julio Cortázar. Revista Letral. Número 12. 2014
[3] Artículo aparecido en El gráfico en Pasolini. El fútbol es un lenguaje con sus poetas y prosistas (2018). Es traducción del original en italiano publicado por el autor en 1971.
[4] Para ahondar más en este asunto, recomiendo este excelente paper de Vilar, Gerald. Arte y negatividad. Releyendo a Adorno. Artigo. 2018
[5] Merini, Alda. La carne de los ángeles. Vaso roto. 2009
Para leer más
- Lulu o la búsqueda de la mente más vasta
- La biblioteca de la Caja de la cultura: primeras impresiones
- Allí donde habitan las sombras
- Sobre la importancia del lápiz negro
- Rumanía y Japón en dos bibliotecas
Se comentó últimamente
Gracias.
Un acierrto (otro): «Hace tiempo decía que los lectores deberíamos cobrar también derechos de autor. Creamos junto a los escritores.»…
De nada, un saludo.
Solo, muchas gracias.
Hermosa prosa, y visiones insólitas.
IMpecable!!!
Gracias.
Fantástico. Merino, Pasolini, fútbol y alegría. No se puede pedir más.
¡Instalados en la alegría, siempre!