Hoy traigo meditaciones sobre el acto de escribir. También hablo de la soledad, la memoria, la tribu y el acto de agradecer. Disfruten.
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Que un hijo te llame por tu nombre
Mi día empezó raro. Hoy mientras se vestía mi hijo de seis le pregunté mi nombre.
Por un momento, pensé. No lo sabe. Para él, soy solo mamá.
Me miró y me dijo: Silvia. Con naturalidad. Y fue rarísimo escuchar mi propio nombre en su voz. Fue dulce. Y sorprendente. Porque él sabe mi nombre pero no lo dice. Por un momento, fue como si me viera. Porque el “mamá” enmascara muchas cosas. Es como un antifaz. Una barrera entre nosotros. ¿Sabrá quién soy? ¿Lo sabrá algún día?
Prueben hacerlo. Pidan a sus hijos que los llamen por su nombre. Es raro. Artificial. Tiene un punto hermoso porque por un momento pensás que somos iguales en ese vínculo. Que hemos venido para encontrarnos. Dos seres humanos. El tan pequeño y yo adulta. A veces, nos miramos a los ojos y yo le sostengo la mirada. Sí, hay un momento en que quizás intuímos ese azar en nuestro encuentro. Pero ese instante se esfuma y rápidamente viene el «mamá, comprá Nesquick». Vuelve la cotidianeidad. El velo. La penumbra que es la vida, como dice Pessoa.
El escritor y su mochila
Tengo que decir varias cosas. A veces me ataca algo en el tronco. Quizás una inquietud. Algo tiene que suceder. Es la sensación de algo inminente. Una adrenalina que no pasa. Y transcurro por los lugares observando o quizás, no pudiendo ver. Me pasa mucho en vacaciones. Cuando salgo de mi rutina. Cuando estoy de viaje. Y recupero, a veces, esa paz, con el hábito de algunos rituales. Aun así, la inquietud o la opresión pueden aparecer en cualquier momento pero se mitiga con los actos cotidianos. Los fines de semanas, los domingos también son días raros. No es malestar. Es un cosquilleo.
Hoy me topo con la incansable María Popova, creadora de The marginalian (ex brain pickings) que se cuela todos los domingos con su newsletter. Ella es un faro. Porque cuando escribe es medio canguro, medio poeta y medio ensayista. Es mujer pero podría ser animal u hombre porque con sus palabras ella, en realidad, desaparece que es lo que tiene que hacer un buen escritor.
Dejar de existir en el texto. Esconderse detrás de sus palabras.
El vicio del agradecimiento público
Ayer me trajo a Stephen Barchelor, un budista que escribió The art of solitude, en el que habla de la soledad. En este caso, la soledad de la creación. Y yo diría la soledad del escritor porque no todos los creadores están solos. Los actores, los directores, de cine, los bailarines, trabajan en equipo, hacen tribu. Ya hablé de eso aquí pero me impacta que siempre colegueen tanto, se quieran tanto, agradezcan tanto y quieran mostrar su tribu. Su pertenencia. Todo es maravilloso. Todos son adorados. Supremos. Valiosísimos para la escena actual.
Y a mí me pasa que yo no adoro tanto (excepto las patas de empanada de mi hijo, los cachetes de mi hija. Ñoñeces de ese estilo). Busco y busco y me pregunto ¿de dónde saca esta gente tanto amor? Debe haber algo de prestigioso en eso de la multitud. Porque estar solo siempre es medio sospechoso.
Lo entiendo. Ahora así. Quizás, no soy de fiar.
En cualquier caso, la tribu es divertida de ver. Me parece algo exótico y gracioso. También algo tedioso. Qué cansancio tener que agradecer todo el rato. No me malinterpreten. Soy muy agradecida. Me gusta dar las gracias cuando alguien hace algo por uno. No es esa la cuestión. Es el agradecimiento público como modus operandi. Y con las redes sociales eso de agradecer se ha vuelto algo un poco forzado, tienes que arrobar todo el rato. Buscar las identidades digitales, hacer las selfies y estar constantemente reproduciendo ese accionar hasta la saciedad.
Los escritores vamos más por libre aunque ya los hay muchos que necesiten de ese recochineo virtual constante. Yo también estoy, en parte, inmersa en ese universo pero intento, en la medida de lo posible, que sea lo menos forzado y lo más genuino posible.
En realidad un escritor nunca está solo
La regla general es que el acto de creación del escritor es muy solitario. Y eso da vértigo. Luego puedes compartir y pedir feedback pero no al principio. Y además, estás desnudo cada vez. Siempre estás volviendo a empezar y al mismo tiempo el escritor necesita llevar esa mochila a cuestas. La familia. Los amigos. Los sueños. Las expectativas. El banco. La compra. El colegio. Los dedos. Y me topo con estas palabras hermosas sobre el arte de la creación, que ella María Popova escoge de Batchelor para mí:
“Estar solo en tu escritorio o en tu estudio no es suficiente. Hay que liberarse de los fantasmas y los críticos internos que te persiguen allá donde vayas. «Cuando empiezas a trabajar», decía el compositor John Cage, «todo el mundo está en tu estudio: el pasado, tus amigos, tus enemigos, el mundo del arte y, sobre todo, tus propias ideas. Pero a medida que continúas pintando, empiezan a irse, uno a uno, y te quedas completamente solo. Luego, si tienes suerte, hasta tú te vas».
Amén.
Escribir y hablar tropezando
Cuando llego a ese punto que hasta YO me voy, es maravilloso. Es abandonar la propia vida.
Escribir y escribir hasta dejar de existir.
No puedo entender la gente que no escribe porque escribir es escapar un poco. Y vivir otras vidas. Y, por un momento, quitarse la mochila propia, dejarla a un costado. Ir sacando lo propio, aligerarse. Regodearse con otros. O con mochilas ajenas. A los que miro con curiosidad. Y a los que pienso que también ellos me miran con asombro. Porque hablo a trompicones y, como dice Iñaki Uriarte de su propia escritura, escribo a trompicones. Él dice que la gente se tranquiliza cuando logra terminar una frase. Lo entieno. Hablar es una especie de vértigo. Un viaje vertiginoso que no sabes si va a llegar a buen puerto. Es un auto descarriado. Sin frenos.
Yo pienso que mi escribir y mi hablar va a tropezones. Pegando pequeño saltitos y cayendo cada vez. Es errático. A veces hilvano algo cuando escribo. Puedo sentir que algo fluye y, sin embargo, cuando intento oralizar un pensamiento digo banalidades. Nada muy interesante. Y me escucho a mí misma y no me identifico con ese discurso hablado. Y me pregunto ¿por qué estoy diciendo esto que no pienso? No me reconozco en mis propias palabras orales. Es un tema que no tengo resuelto por eso admiro a la gente que es capaz de expresar una idea en público.
Pero volviendo a las mochilas, cuando hurgo en las ajenas es porque me dejan. Hoy en día es muy fácil, a la gente en general le gusta hablar de sí misma. A la gente le gusta exponer su vida. En ese sentido, los escritores lo tenemos fácil. Y me pasa que cuando vuelvo a mi propia mochila, me siento más ligera, o renovada. O fresca. O vuelta a nacer.
Y me dan unas ganas locas de escribir.
Escribir es olvidar
Y también pienso que escribir es perder un poco la memoria. Es increíble y lo vemos con los niños. Cuando son analfabetos, lo recuerdan todo. Fijan en sus pequeños ojitos las formas, los colores, los sonidos. Y debe ser impresionante saber que debes retener toda esa información. Les pasará lo mismo a los animales. Puedo imaginar a los perros, atentos, agudos. Intuyendo y percibiendo cosas que nosotros no podemos. Las hormigas que sienten una vibración y obtienen información de su entorno. Las antenas. Las patitas. Los ojos. Su cuerpo entero es un elemento que capta señales de su entorno. Es eficiente al máximo. No necesitan pasar por las palabras. Nada ni nadie mediatiza el conocimiento. No está la escritura para poner un velo entre esa sabiduría de la naturaleza y ellos mismos. Y cuando aparece la escritura y la lectura el ser humano se relaja. Ya no le importa retener porque ya tiene el papel. Y podemos leer, y podemos tomar notas. Y, de alguna manera, dejar de estar alertas. Nos relajamos. Descansamos en la hoja en blanco. Nos adormilamos en las palabras.
Nos regodeamos.
Fernando Pessoa llega al extremo de decir: «Escribir es olvidar. La literatura es la manera más agradable de ignorar la vida» (p.21).
Escribir es intentar entender
Siempre digo que escribo porque no tengo memoria. Y la tengo muy mala. Pero también digo que escribo cuando quiero entender algo. Y pienso que si intento escribirlo, podré desmenuzarlo y también compartir con otros mis inquietudes. He oído que hay gente que cuando quiere entender algo, se pone a enseñar. Dar clase debe ser otra forma de intentar entender algo porque te obliga a ponerte las pilas. Algo parecido me pasa con la escritura.
También le digo a mi hija cuando no entiende las matemáticas: “escribe los datos”. Todo problema comienza a solucionarse, solo escribiendo. Poniendo sobre el papel la información que tenemos. Y ya puestos a hablar de educación, siempre he intuido que la mayoría de los problemas académicos en la escuela tienen que ver la comprensión lectora. No entendemos lo que leemos. En especial, los problemas de matemáticas que, o están mal redactados o no somos capaces de entender lo que nos piden. Siempre le digo a mi hija. Léelo otra vez. ¿Qué te está pidiendo? Y te das cuentas que aprender matemáticas es aprender un lenguaje. Y que aprobar un examen en realidad es aprobar un examen de lenguas. Y esto me lleva a la interesante charla que escuché en el Filba virtual de dos expertos en educación (Angela Pradelli y Daniel Cassany). Fue genial escucharlos porque decían cosas que yo intuía sin tener demasiadas herramientas. Esa idea de la transversalidad en la lectura. Hay que enseñar a leer en todas las asignaturas, no solo en Lengua. Y eso yo trato de hacer con mis niños en los talleres. Que lean no solo literatura, que lean ciencia, arte, matemáticas. Que la lectura no sea solo asunto de los profesores de lengua.
Tu tribu también puede matarte
Más cosas sobre la escritura. Quizás nos volvamos más idiotas. Nuestra sociedad actual depende de la lengua escrita de forma masiva. Necesitamos el lenguaje para todo. Leemos y escribimos mucho más que antes y no podríamos desempeñar ningún trabajo sin esta función básica. Un estudio[1], va en este sentido. Nuestro cerebro se está volviendo más pequeño. Y hay una paradoja: descansamos en la inteligencia colectiva para todo. No somos nada sin la tribu. Incluso la escritura y su evolución es una construcción colectiva. Y la ciencia. Y el arte. Y de alguna manera, eso evidencia lo frágiles que somos.
Y, en ese sentido, puedo entender la inquietud en mi tronco. Una sensación de peligro inminente. Porque la tribu y la inteligencia colectiva también me parecen ideas espeluznantes. Quizás, necesarias pero terribles. No entiendo la gente que busca eso. Quiero entenderlas. Observarlas en detalle. Porque también pienso que en la tribu estamos en peligro. Y quizás porque me da más miedo los peligros de mi tribu que la de los extraños.
Estamos en riesgo inminente.
A todas horas.
Somos dependientes.
Necesitamos el entorno.
Pero también nos aplasta.
Y en esa lucha, vivimos.
Escribimos.
Leemos.
Para sobrevivir.
Quizás, leyendo y escribiendo alargamos un poco la vida.
Aunque nos volvamos,
desmemoriados de cerebro pequeño.
Puede ser algo bueno.
Quizás evolucionemos, volviéndonos diminutos.
Porque lo pequeño, sobrevive mejor que lo grande.
Al gigante, lo atrapan antes. Es lento. Poco ágil.
Solo nos hacemos grande en tribu.
Y ahí volvemos a la vieja y angustiosa idea de «sociedad».
Pero solos.
Nos morimos solos.
[1] Participan tantas universidades que no las voy a nombrar todas. Pero aquí puedes consultarlo. Se ve la relación del entorno en la evolución del cerebro y se compara esa evolución en los seres humanos y en las hormigas.
Uriarte, Iñaki. Diarios 1999-2000. Pepitas de calabaza. 2010
Pessoa, Fernando. Aforismos. Editorial Renacimiento. 2014
Batchelor, Stephen. The Art of Solitude: A Meditation on Being Alone With Others in This World. Yale University Press. 2020
Otra joya! Son varios temas lo que abordás, pero los ensayos fecundos y que hacen pensar tienen varios temas que se enlazan entre sí. La estampa del comienzo es comovedora. Cada día tu teclado (se) inspira más.
¡Gracias!