La bruja, la madrastra, la vieja que está en la cueva. ¿Qué pasa con estas señoras que son el terror y la alegría de los transeúntes? Hoy hablamos sobre gente extraña, muchas veces mujeres mayores, que te aborda en la vía pública. Veamos.
El supermercado, un campo de batalla
El otro día, una señora me abordó para indicarme dónde debía dejar el carrito de la compra. Más allá de que tuviera razón o no, me maravilló su tupé, su poca educación y su atrevimiento. Yo soy respondona y le dije que no debía darle explicaciones a ella de dónde dejaba el carro. Siempre con una sonrisa. Estas señoras instalan una cercanía arrolladora. Son magníficas y me alegran el día.
En otra ocasión, otra anciana me dijo que tenía que ponerme guantes para agarrar las bananas.
¡Son mis bananas, señora!, le dije, riéndome.
En otra ocasión, mi chico estaba en la cola del super y dejó al pequeño un minuto para buscar un producto que se le había olvidado y cuando volvió, tenía una vieja delante. Fíjense que colarse a un niño requiere de una especie de atrevimiento que solo una señora mayor tiene.
Estas mujeres no toman distancia de nada. No ven nunca la vida con extrañeza. Pero recuerdo otro episodio más bien dantesco sobre una mujer mayor que me abordó en el bus para decirme que llevaba a mi bebé muy apretado en su fulard. Imaginé que, lo que de verdad le daba bronca a la señora, era no poder tener un acceso más directo al bebé para observarlo, taparlo, acomodarlo o comentar su fealdad. El hecho de que vaya atado a su mamá significaba que era poco accesible a los extraños.
En realidad, me da un poco igual quién tiene la razón en las discusiones. Me detengo más bien en las formas de dirigirse a los extraños. O más bien es ese exceso de confianza.
La vieja que señala menudencias transita el espacio como si le perteneciera. Es como si el barrio, el super, el bar fueran extensiones de su propia familia. Imagino que es la vieja herencia del pueblo en el que, quizás, era bastante común que los vecinos señalaran cosas a otros.
La privacidad, ese concepto tan burgués y citadino, es ajeno a este tipo de gente. Te cuentan sus vidas (y yo las escucho atentamente porque me entretienen muchísimo más que los jóvenes) como si uno fuera su nieto o te cagan a pedos como si fueras su hija. Corren la frontera de la confianza continuamente. Ni siquiera las juzgo porque no veo un plan premeditado. Son animales que siguen sus instintos. Un imperativo que tienen. Y pienso que quizás tiene que ver con la soledad. Pierden la cercanía de su familia o dejan de reinar y necesitan gobernar y habitar el espacio público.
En el fondo, es un duelo. Es la muerte de algo que no volverá jamás.
La forma imperativa de dirigirse a las personas, que es tan común en España, se lleva al paroxismo con estas señoras. En el caso de la anciana del bus, yo invoqué otra de mis excusas cuando me suelen hablar desconocidos en tonos desagradables: fingí ser extranjera y no entender el idioma. En otra ocasión, me decanté por decir que no estaba autorizada a hablar con extraños.
La policía de la pequeña menudencia
En realidad, todo esto que comento es chiquito y mundano. Muy cotidiano y que, sin embargo, me persigue. Quizás es una mis obsesiones. Y me refiero a esas vivencias propias y ajenas que tienen que ver con extraños. No solo desconocidos. Personas que te abordan por la calle con cuestiones insólitas, muchas veces desde la frustración y la agresión. No hablo del acosador, el presunto violador, el ladrón, el carterista. De esa estirpe ya hay todo un género literario y audiovisual. Me refiero a esas personas extrañas, en especial, señoras de la tercera edad, pero no solamente ellas, que te abordan por la calle para darte indicaciones sobre asuntos de pequeña intendencia. Siempre son cosas mínimas y sin importancia. No es gente que comete delitos. Son individuos que comentan por lo bajo, abordan y hacen, si se quiere, un acoso de baja intensidad hacia el viandante.
Suelen meterse con chicas jóvenes, pero también he oído de casos de hombres abordados por estas mujeres. Incluso amimales han sido objeto de sus garras como verán más adelante. Suelen ser valientes y atrevidas y, a pesar de su edad, conservan una fuerza arrolladora. Hay excepciones, a veces hay hombres, pero son los menos.
Desde que escribí Los viajes sonámbulos, que el tema de las viejas me obsesiona. Me parecen personajes literarios de primera magnitud. También he escrito cuentos de viejas que se transforman en árboles y siempre hay un ser de estas características que se mete en mis historias.
Recuerdo todavía hoy ese video que se viralizó de la vieja que lanza al río a un ganso que, en teoría, se había extraviado. En el mismo, se ve a una anciana de pañuelo en la cabeza, lidiar con tremendo bicho ante la mirada estupefacta de los viandantes. La señora estaba convencida de que le hacía un favor al animal y lo que más me llamó la atención es ese poco sentido de la vergüenza. Tan divertida fue su actuación que alguien no dudó en grabarla y subir el video a las redes sociales.
Muchas pueden tener razón en sus actos, eso no se discute. Es el ímpetu. La seguridad. La seriedad en sus actos. Nunca una duda. Nunca un sentido del ridículo. Las viejas son unas sinvergüenzas y por eso las adoramos.
Las viejas en los cuentos de hadas
Yo las quiero y me espeluznan a partes iguales. Son como creaturas extrañas. Simpáticas. Amargas. Susceptibles de transformarse en fuerzas superiores. En los cuentos de hadas hay muchas referencias a estas mujeres que están muy presentes en la mitología popular. La abuelita que se quiere comer a Hansel y Gretel. La vieja que se come a los niños constituye la piedra angular del terror infantil. No es un señor. No es un abuelito.
Es una vieja.
En este tipo de historias, las malas suelen ser mujeres y además muy viejas. Hay algo espeluznante en aquello femenino que se torna malo. Quizás es porque representamos a la madre como el símbolo de todo lo bondadoso e imaginar el escenario contrario nos da terror. Nadie quiere imaginar una madre mala. Entonces el cuento de hadas la introduce para señalar, quizás, que aquella mujer que tiene algún poder, por fuerza, debe ser malvada.
Nos recuerda Angela Carter el papel importante que juegan en los cuentos de hadas, las madrastras en una época en que la mortalidad de las madres al nacer sus hijos era alta. No era infrecuente que una persona se encontrara a lo largo de su vida con diversas madrastras. La mujer que es madre y no lo es siempre ha despertado en la literatura y en la vida toda una serie de especulaciones.
Ella están presentes. Siempre.
Todos queremos poder darnos vuelta en la cama
Pero volviendo a estos pequeños incidentes en la vía publica en la que las viejas son protagonistas, cuando veo algo que considero erróneo por parte de alguien, es raro que se lo señale. Siento que no tengo autoridad, no soy policía ni juez y me da mucha vergüenza mostrarle a alguien que lo que hace está muy mal. ¿Quién soy yo? ¿Estoy negando el poder ancestral de esas mujeres violentas, víctimas y victimarias que han sido protagonistas de nuestras vidas y de nuestra literatura? A veces lo pienso y me gustaría ser ellas. O quizás con los años me convierta en una vieja mala. Tiene algo de atractivo y aterrador porque una quiere alejarse de eso y no serlo y puede que el mismo paso del tiempo me transforme en eso.
Y medito y me convenzo en que un día me transformaré en algo no querido y, sin embargo, puede que al igual que aquellos villanos, lo disfrute. O puede que abra los ojos y entre en desesperación como Gregorio Samsa y no sea capaz de darme la vuelta en mi propia cama mientras mis patitas se mueven desesperadas.
Yo pienso que siempre estamos en ese estado. En ese estado de potencial transformación en algo que puede ser aterrador. La promesa del infierno que nos hace imaginar que podemos devenir en el peor de los insectos.
Ser o estar dentro de algo aterrador
Sin embargo, hay una idea aun peor que no poder darse la vuelta en la cama: es ser engullido por el mismo insecto. Siempre pienso que no sé qué aborrecería más. Y luego de mucho meditar, me inclino por lo segundo. Al menos en la idea de ser devorado, está la promesa del escape, aunque uno deambule por las entrañas de otro ser vivo. Además, sigue intacta nuestra integridad física. Stanislaw Lem tiene un cuento bellísimo y aterrador sobre el asunto que se llama La rata en el laberinto (que aparece en Máscara, editado por Impedimenta) en el que los protagonistas deambulan dentro de un organismo vivo.
Quizás es esa distancia de las cosas que hace que las veamos con calma o con terror. Suele ser una mirada incómoda, pero en mi caso, muy necesaria. En parte, envidio el desparpajo de esas mujeres brutales. No sufren como Samsa. O sufren de otra manera. Nada les genera extrañeza y las podés encontrar narrando hechos insólitos o risibles con total impunidad. Esa cercanía es tierna vista desde afuera.
Les dejo un microrrelato bestial recopilado por Angela Carter (Cuentos de hadas, Impedimenta2017). La fuerza de la protagonista inuit es arrolladora. Disfruten.

Y vos, ¿tenés historias de gente desconocida que te haya abordado en la calle para afearte algo? ¡Te espero en los comentarios!
Para leer más
- Sobre la importancia del lápiz negro
- Rumanía y Japón en dos bibliotecas
- Sobre lo bello y la inteligencia artificial
- Por qué adoro a las viejas sinvergüenzas
- Mis libros favoritos sobre Virginia Woolf
Han comentado
¡Siempre hay que tener uno a mano!
Comparto la necesidad de los lápices… Fundamentales
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Por eso digo que no hay que temer si uno escribe con algo de alma. Al menos a día de…
Me parece que el debate fija la atención sobre el texto, que es sólo una parte de la mediación comunicativa.…
Yo un día iba en el metro y a mi lado un hombre (viejo) que hablaba con su amante ( a grito pelado). Estaban esperando a que el marido piloto de la susodicha se fuera, para aprovechar la hora del desayuno de él para echar un polvo ( debía de ser funcionario o Speedy González). El caso es que cuando colgó, yo estaba a su lado y me empezó a dar explicaciones… que él no era una mala persona, y que quería a su mujer y sus hijos, pero que esa canita al aire le daba la vida, y que por fin se sentía valorado… Él hablaba y hablaba, yo solo miraba y callaba. No se me ocurrió que responder
En general, la gente que habla en la calle, no espera una respuesta. ¡A mi me alegran el día! Gracias por leer y comentar.