Escribí sobre los eventos literarios, sus luces y sus sombras. Y pensando, como siempre, terminé hablando de economía y renta básica. Todo, a propósito del apasionante y misterioso manuscrito Voynich.
Los eventos literarios y los ruidos
La primavera tiene ruido, evento, gente y vanidades. Qué lejos queda la literatura cuando llega el buen tiempo. La gente se junta, se mira. No hay tiempo para reflexionar porque hay que estar seduciendo y diciendo cosas interesantes. Hace unos días estuve en la Feria del Libro. Ya sabemos que es un negocio. No me escandaliza. En general, no acudo mucho a estos eventos. Pero también pienso: deambular un poco y confirmar prejuicios también está bien. Y a veces, solo a veces, uno puede encontrar algo, o alguien, interesante. Sin embargo, sigo constatando el abismo entre el mundo literario y la literatura.
Escribir tiene que ver con la incertidumbre. Con el miedo. Con intentar responder preguntas. Camila Sosa decía en una entrevista que la literatura no cura heridas, las abre. Yo pienso igual. Echa sal en la herida y hay algo placentero en eso. No en el dolor, pero sí en intentar visibilizar algo que está oculto. Lo que sea. El escritor siempre quiere mostrar algo que no se ve.
El evento, al contrario, es pura luz. Es puesta en escena. Es premeditación. Es cálculo. Tiene todas las premisas que se le exige al capitalismo.
Escribir nunca parte de un plan agradable. Parte de una incomodidad. También pienso que tiene que ver con tratar de salir del canon. Abandonar lo trillado, lo que todo el mundo aplaude. También es caer mal ¿por qué no? Incomodar. Y pienso que muchos escritores que dicen salirse del canon, no se dan cuenta de que ya están dentro del canon. Qué tremendo. Quizás a mí me pasa lo mismo y no me doy cuenta. Y la pregunta siempre vuelve: ¿Cómo hacer arte por fuera? ¿Cómo matar el ego del creador? ¿Cómo intentar ser disruptivo dentro de este sistema? Exploré la idea en Arte y economía y después de varios años, sigo con más preguntas que respuestas.
La literatura que no se lee
Mircea Cartarescu dice que la verdadera literatura no tiene vocación de ser leída. Yo dudo porque lo dice un candidato al Premio Nobel pero, en el fondo, coincido. Escribir siempre tiene que ver con un cosmos que habita en mi cabeza. A veces escribo sobre Buenos Aires o sobre los lugares en los que he vivido y pienso que quizás ningún porteño se reconozca allí, es mi universo. Mi patria construida con mis palabras. Y entonces me relajo y ya no me importa.
También me pasa con los relatos de otros. Descubro nuevas Buenos Aires y también me gusta eso de deambular por los lugares conocidos con la mirada ajena. Es como pedir prestado sus ojos, viajar en la mirada de otro.
En realidad, aunque suene mal. El lector nunca está cuando escribo. Hay un punto egoísta en todo esto porque siempre el lector está muy lejos. Por eso digo que en esa instancia, no hay vocación de ser leída. Más bien son ansias por comprender algo.
Y escribir siempre es el primer paso.
El lector, en esta etapa no es para mí tema de conversación. Luego, mucho después aparece en mi mente. Se sienta y me mira. Y ahí empiezo a leer mi obra con los ojos de ese lector imaginario. A veces sufro porque sé que puedo decepcionar pero dura poco ese estado porque ya no me importa mucho caer bien o mal.
O trato de no pensar mucho en ello.
El manuscrito Voynich y la belleza de lo oculto
Volviendo a la literatura que no transciende, hace unos días en el CCCB de Barcelona hubo una charla sobre el manuscrito Voynich que les recomiendo que vean. (La escritora y periodista Elisa McCausland conversó con los escritores Diego Salgado y Francisco Jota-Pérez). No me quiero explayar porque ya hay mucha información en Internet, pero es un códice del siglo XV que nadie ha podido descifrar. Se ha intentado de diversas maneras y se sabe que tiene un lenguaje pero no ha sido posible decodificarlo. Además tiene unas ilustraciones muy extrañas y sugerentes. Lo mismo hay mujeres desnudas, como hay plantas. La charla versó un poco sobre la historia del manuscrito y sobre su periplo hasta la actualidad que descansa en la Universidad de Yale. La editorial Siloé ha lanzado hace muy poco un facsímil que reproduce de forma exacta el documento que está en la Universidad de Yale. Todo esto asunto me ha suscitado algunas reflexiones.
La idea del manuscrito imposible
Me sale pensar lo siguiente: una literatura que no tiene vocación de trascendencia y, sin embargo, trasciende contra su voluntad es una tragedia. Este asunto es primordial: el hombre intenta descifrar la naturaleza. Hay una suerte de impulso por la violación de algo oculto. Algo que no se quiere dejar ver. Ese empeño del hombre a veces me da escalofríos.
Al mismo tiempo, trasciende el códice a lo largo de los siglos pero lo hace callado, con un mutismo aterrador. No quiere hablar y no lo van a hacer hablar. Me gusta la rebeldía del manuscrito. Y me gusta que el ser humano sea incapaz de descifrarlo. Tanto en ciencia como en arte está esa idea subyacente de “avanzo por la dudas”. Y la compro pero no puedo dejar de pensar que lo hacemos a costa de algo, posiblemente de la naturaleza (o de los más débiles). Y se me ocurre que, tarde o temprano, pagamos un precio por ese atrevimiento. Insisto: me gusta y me aterra a partes iguales.
Una literatura sin autor
Se han hecho numerosos estudios para saber qué dice y quién ―o quiénes― son los autores. Pues quizás estamos mirando con ojos de hoy una pieza escrita en una época en que no era importante la autoría de las cosas. Los manuscritos se escribían y muchos partían de la tradición oral. Cuando contamos historias, el autor desaparece. Los mitos y los cuentos de hadas entran en esta categoría. Son historias que pasan de padres a hijos. Son narraciones que construyen moral, quizás, o son fuente de entretenimiento. ¿Cuántas cosas se simplifican cuando el autor desaparece? ¿Por qué nos importan tanto los autores? Sigo preguntándome porque nos interesan tan poco los plomeros y tanto los escritores.
En el manuscrito Voynich, no hay autor y no hay mensaje a los ojos del lector pero, aun así, hay una música y patrones que se repiten. Hay una suerte de estadística oculta. Yo diría que ni siquiera hay lector, sino alguien que mira y aprecia.
Lo secreto como acto de rebeldía
Puede que el manuscrito, como plantea Francisco Jota-Pérez, funcione a modo de rezo o mantra. Yo especulo con un lenguaje secreto que quiere escapar de la autoridad de turno, una especie de logia o sociedad secreta que crea un lenguaje para huir de la opresión imperante. El lenguaje secreto es un acto de rebeldía. Cuando era chica, yo tenía un lenguaje secreto con unas amigas. Y nos encantaba que nadie nos entendiera. Siempre subyace la idea de que lo que es inteligible, es manipulable. Uno cuando es chico también quiere eludir la autoridad de turno. En especial, la que ejercen los niños más populares.
En relación al manuscrito, especulo con que al final, se cargaron a todos los miembros de la logia y por eso no sabemos quiénes son. Especulo con que quizás han matado una cultura y solo se salvó este libro misterioso. Otra opción, no menos plausible: que todo sea una tomadura de pelo. ¿Se ríen de nosotros?
Siempre alguien se ríe de nosotros y no pasa nada.
Solenoide y el manuscrito Voynich
Solenoide de Mircea Cartarescu está vertebrada por la historia del periplo de este manuscrito. Y es a partir de su narración sobre lo que ve el narrador en ese manuscrito, que uno se enamora de ese misterio. Bellas son las palabras del narrador cuando se topa «Con carruseles de rostros que representan alegorías tan oscuras como los comentarios que figuran a su alrededor» (p.710).
A mí ya no me interesa lo que diga el manuscrito, sino su capacidad para generar belleza y todas esas tramas que se tejen alrededor, de la que Solenoide es parte. Y la idea siempre latente y hermosa de una literatura sin autor me sigue atrayendo.
En otro pasaje de Solenoide, el narrador niño lee «El tábano» de Ethel Voynich, hija del matemático Boole y esposa de Voynich y no entiende nada. Sin embargo, se emociona hasta las lágrimas. La literatura tiene esa capacidad para mover fibras extrañas en donde a veces el lenguaje se mira pero no se comprende con la razón y en donde la lengua solo es un conjunto de signos o de sonidos. Es hermoso eso y de alguna manera uno se abandona y se deja llevar a otra dimensión. En realidad, uno se sugestiona un poco y se deja manipular. Los escritores son grandes manipuladores. De alguna manera, nos hipnotizan.
El facsímil detiene el tiempo
Interesante la idea de facsímil que se expone en la charla. El facsímil es una foto de un manuscrito que sigue envejeciendo. Representa la imagen de algo que ya no existe como aquellas estrellas que se apagaron hace mucho pero nos sigue llegando su brillo. El narrador accede al facsímil del manuscrito Voynich por parte de un bibliotecario. Y especula en torno a una obra que ya no es. Que sigue envejeciendo en algún lugar de Estados Unidos. Y yo me pregunto: ¿Hasta qué punto sería viable crear un artefacto digital que siguiera en tiempo real el envejecimiento de la obra? ¿Y hasta qué punto nos interesa llegar a ese grado de certeza? Yo lo veo como un intento humano de manipular lo imposible. En ese sentido, el manuscrito es tirano, poco conciliador. Tozudo hasta el extremo. De nuevo: el hombre está ansioso por doblegar a la naturaleza. El ser humano no se puede quedar quieto contemplando. No es capaz de observar con las manos en reposo. Necesita intervenir. Y cuando lo hace, algo tiene que cambiar, algo se tiene que producir. No vale solamente con pintar verjas o recoger las migas del suelo. Debe haber algun tipo de legado. Producción. Trascendencia. Algo que nunca se biodegrada. De nuevo, es el ego. Y pienso que si no se biodegrada, contamina.
Sí, el ser humano lleva la contaminación en la sangre. La necesita para sentirse alguien.
Escapar del capitalismo a través del mutismo
El manuscrito Voynich representa, tal vez, el último grito contra un capitalismo que necesita autores y mensajes con eslóganes. Aquí no hay autor y no hay mensaje, por lo tanto no hay mercancía, solo verdadera literatura.
Y sin embargo, a continuación, dudo: el manuscrito escapa a su destino mercantil, como un correcaminos antisistema que se niega a ser comprendido, no así todo lo que se genera alrededor. Al final, nos atrapa en su red. La araña mercader que trasciende los siglos y teje su tela fuerte y estoica.
Como escritora, me debato este asunto diariamente. Porque es, al mismo tiempo, nuestro trabajo y también es un arte que no queremos que se manche. Y vuelve la pregunta eterna. ¿Cómo hacemos para no envilecer el arte? ¿Cómo hacemos para no depender del recomendador de turno? ¿De las modas pasajeras? De los mandatos ideológicos. De los caprichos del mercado. De la moral cortoplacista que nos asiste y nos machaca.
Y me viene a la cabeza otra vez. ¿Puede ser la renta básica una solución a muchos de los problemas de los artistas que al final necesitan seducir de alguna manera, al editor de turno, al catedrático, al empleador, al que circunstancialmente está en situación de elegir? ¿Cómo sería realmente el arte si realmente los artistas no necesitaran la tribu de recomendadores?
Y entonces, me doy cuenta de que siempre termino hablando de economía y vuelvo a pensar lo inmensamente libres que seríamos los trabajadores en general con una renta básica. Mientras tanto, asisto a veces perpleja a esta feria de vanidades, de halagadores seriales y amigos de amigos y los sigo mirando asombrada. Quiero seguir mirando con extrañeza.
Y ser extranjera.
Siempre.
Copio sin errores de tipeo: Un mensaje críptico puede serlo por un tiempo, hasta que alguien lo descifra. Las tablillas de Linear B, de Micenas, eran herméticas hasta que un filólogo las descifró más de 200o años más tarde. Todo resiste la lectura de los nuevos tiempos. Hay un libro muy entretenido sobre Milman Parry. el filólogo americano que hizo una lectura novedosa de Homero. Murió joven y el libro deja entender que la mujer le pegó un tiro porque le ponía los cuernos (Hearing Homer’s Song: The Brief Life and Big Idea of Milman Parry, de Robert Kanigel). Era un joven doctorando que fue a la ex Yugoslavia a investigar a los rapsodas que conservaban el sistema homérico. La única limitación del libro es el ombliguismo, porque antes Menéndez Pidal había recorrido e mismo método para ahondar en los cantares de gesta y el Mío Cid. En resumen: lo escrito puede ser intransitivo para quien lo escribe, pero termina siendo una herramienta transitiva. Supone al que lee o escucha. Es comunicación. Nos pasa que vivimos en una era en la cual la comunicación ha sido endiosada, o sea malversada. Y todo lo que se comunica nos genera sospecha de inautenticidad.
No sé si estoy de acuerdo en que todo lo escrito es comunicación. Más bien, deviene en comunicación pero no lo es para el que escribe. El objetivo del escritor nunca es comunicar sino entender. O más bien, eso me pasa a mí. Los periodistas comunican, los escritores lo hacen muy a su pesar. En cualquier caso, interesante siempre es el periplo de estos manuscritos. Sirven para pensar.