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Silvia Zuleta Romano

Sobre el oficio de escribir, el capitalismo y otras hierbas

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Tres libros bellos y la búsqueda del lenguaje extraño

Silvia Zuleta · 23 junio, 2023 · 2 comentarios

Hoy hablo sobre la biblioteca que se muda y sobre por qué nos pasamos la vida rellenando papeletas. Y además, recomiendo tres libros que siempre ando regalando a padres y profesores.

Tabla de contenidos

  • Sobre los esquejes y las bibliotecas
  • El arte como necesidad
  • Sobre las cosas que se repiten
  • Cumplir con la papeleta
  • ¿Para qué sirve?
  • Para leer más

Sobre los esquejes y las bibliotecas

En el último artículo hablé sobre el arte de inventariar y todo lo que despierta eso de enumerar. Sin embargo, ahora estoy en otra fase.

Más linda quizás.

El siguiente paso a contar y valorar objetos, es decidir qué libros llevaré. En una mudanza no necesito todos. Para mí, una biblioteca es una construcción y un órgano vivo que cambia por momentos y necesidades. Por eso cuando me asomo a las baldas para decidir qué llevo, me pierdo con la sección de poesía porque me ayuda en este momento. Es como una muleta o como un oráculo porque encuentro respuestas a muchas preguntas. Pero me repito que no es necesario llevar todo.

Lo importante puede ser solo un libro. Yo creo que sería capaz de reproducir otra biblioteca nueva con un solo ejemplar, como un esqueje que uno corta para luego crear otra planta. Me llevo tallos, ramas tiernas y también algo de sustrato para que crezca. A mi me maravilla eso de plantar un pedazo de árbol y que salga una planta nueva.

El arte como necesidad

En el ínterin de mover libros, me detengo porque realmente no soy eficiente y a cada minuto estoy descubriendo el pasado: el de otros y el mío. Papelitos dentro. Viejos tickets. Dedicatorias. Y en medio de ese collage de intenciones que se me queda en la cabeza, descubro un viejo ejemplar de Alianza con las hojas salidas.

Es Rilke.

Abro las páginas y leo una de las cartas al joven poeta, la primera, y me parece que es un divino porque se dirige con mucha ternura a él y porque, en vez de decirle que sus poemas son una porquería, le responde con elegancia con unas reflexiones hermosas sobre la escritura. Entonces pienso que el ejemplar está mal ubicado. Creo que este libro no debería estar en la estantería de poesía sino en la de libros para escritores junto a Murakami (De qué hablo cuando hablo de escribir), Stephen King (Mientras escribo), Elena Ferrante (La frantumaglia) o Stefan Zweig (El misterio de la creación artística).

Rilke habla de las cosas que son indecibles. Aquellas para las que no encontramos palabras y también habla del arte como necesidad.

Quizás es algo que me sucede: cuando andamos distraídos con otras cosas, se va a acumulando algo muy malo dentro.

Portada del libro Cartas a un joven poeta

Ya dije en otros artículos que a veces escribir, no es solo una necesidad, es soltar lastre que se acumula o dar forma a algo que existe en estado bruto. Entre cajas y burocracias, se acumula el malestar físico y entonces pienso que escribo para aplacar ese malestar. Porque no entiendo las cosas y, si las pongo por escrito, las veo un poco más claras.

No hay nada demasiado altruista en esto.

No quiero cambiar el mundo (creo). O quiero que cambie, pero no necesariamente por lo que escribo.

He decidido que me llevo toda la poesía. También los libros de cuentos, algunos de cocina y toda mi colección sobre Keynes. Borges también viene conmigo y me doy cuenta de que se van acumulando muchas cosas.

Sigo ordenando. O más bien clasificando. Y además me pongo a buscar dos libros que me ayudan a soportar mejor el fin de año escolar.

Sobre las cosas que se repiten

Acudo a los eventos escolares. Siempre lloro en estas ocasiones. Esta vez no es la excepción. Y nos sacamos fotos y luego me da mal rollo todo el asunto porque pienso que todo se repite. Y cuando pensamos que nada es realmente especial, siempre hay algo mortuorio en el asunto porque todos nos morimos. Nada más circular que el hecho de nacer, crecer, madurar y morir.

Tampoco eso es malo, pero nos rebelamos contra esa idea de que somos parte de algo que se repite en el tiempo y que, en realidad, no es tan especial.

Una y otra vez.

Los eventos. Las fotos. Las cajas de mudanza. Los chequeos médicos. Las celebraciones de cumpleaños. Y yo veo las caras. Incluso los rostros de la gente que pelea por la calle, porque hasta las peleítas en el espacio público ya han sucedido hace muchísimo tiempo. Como algo tan repetitivo que se vuelve estático, monolítico.

Estanco.

Y esa idea es un poco agobiante.

Como el agua que queda atrapada en los pantanos. Turbia.

Yo me alejo de todo eso. Trato de verlo más pequeño. Cambiar la perspectiva. A veces físicamente me siento lejos. Atrás. En los bordes. En los pasillos de los aviones. Cerca de la salida de emergencia. Porque el escenario no me deja ver con perspectiva. Hay demasiada luz. La vista no es tan buena.

Y al mismo tiempo, cuando pensás que lo que hacés, ya se hizo antes, que esa mirada, ese reproche, ese malentendido, ya sucedió muchas veces antes, todo se calma. El aire llega a la panza. Se oxigena el cuerpo y uno se alivia. Y me fascina que un mismo pensamiento pueda provocar sentimientos tan dispares dependiendo del momento del día.

Cumplir con la papeleta

Los eventos como las graduaciones o los regalos a los profesores son como las navidades, esos momentos del año en que la gente está deseosa de cumplir todos esos ítems. No se trata de nada demasiado genuino porque, en realidad, no hay tiempo. Es esa sensación que tenemos todos de que tenemos que cumplir con una papeleta a la que le vamos poniendo sellos y nos gusta verla llena y completa.

Es la lógica del capitalismo. Me acuerdo de chica cuando había que juntar chapitas para obtener algo. O los palitos de helado que llevaban premio. Crecemos y seguimos juntando chapitas porque pensamos que obtendremos algo. Y así se nos pasa la vida tratando de completar álbumes imaginarios, palitos de helado rancio, botellas de envase retornable.

A veces les veo los rostros. A los padres, a los colegas, los vecinos, los profes, los actores, los artistas, los escritores.

No aman su trabajo, solo quieren llenar una papeleta para obtener algo.

Yo este año regalé a los profes de mis hijos dos libros que hablan de esto. No quise flores ni pulseritas ni paquetes de vacaciones. Un profe debe leer Las pequeñas virtudes de Natalia Guinzburg que habla justamente de eso: educar para que los niños hagan las cosas por el placer de hacer bien las cosas, no para obtener una recompensa (que tampoco sabemos si llegará.)

Nuccio Ordine que nos dejó la semana pasada, decía cosas similares. Su La utilidad de lo inútil debería leerse en los colegios, en los institutos, en las carreras de humanidades y de economía. Ordine explora en ese cortito libro los antecedentes de este concepto y la relación entre lo bello y útil. Para ello, pasa por Platón, Aristóleles, Kant hasta Poincaré.

¿Para qué sirve?

Mamá, ¿por qué tengo que estudiar esto?

Esa pregunta infame que muchos niños y jóvenes no pueden responder habría que desterrarla. A veces, solo el paso del tiempo nos da respuestas. La ciencia, la matemática, la literatura no busca lo útil, no es para usar. Es indagación, conocimiento, especulación. Es longue durée. Ya desde tiempos inmemoriales, la mera búsqueda de beneficio era considerada un acto vil, sucio. Keynes, economista y especulador, lo dice claro y su utopía consiste en un mundo en el que el principal objetivo no sea dedicarse a esa actividad tan sucia y útil que es ganar dinero, algo similar, conveniente y feo, como lo es una letrina.

Ojalá podamos educar a niños que no estudien pensando en para qué sirven las cosas. A veces no hay respuesta para todo. A veces solo hay silencio e indagación. Una picazón en la panza. La intuición. Aquello indecible de lo que habla Rilke.

Y me vienen a la mente sus palabras al joven poeta que, en realidad, le da consejos de vida a un joven que quizás también pregunta para qué sirven las cosas:

«que tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón y que intente amar las preguntas mismas, como cuartos cerrados y libros escritos en un idioma muy extraño.» (p. 47)

Me parece maravilloso esto y entonces pienso que este libro también debieran leerlo los maestros y los padres.

La idea de no saber mucho, de dudar. Pero, aun así, seguir adelante.

Ya hablé de los niños y el dinero en otra ocasión, pero yo veo niños que muchas veces hablan de dinero porque es lo que escuchan a los adultos. Los chicos quieren siempre agradar a los adultos. Yo siempre digo que quieren hacernos felices.

Me quedo con Rilke y ese amor a siempre intentar hablar un lenguaje extraño. Así me sumerjo en las letras japonesas.

Tan extrañas y tan bonitas que nada puede salir mal.

Para leer más

  • Una pausa en Tokio
  • Una llegada a Japón
  • Notas sobre la racionalidad, las emociones y el cuerpo
  • Notas sobre la economía y el cuerpo
  • Cuando las casas son mausoleos

Publicado en: La guarida de ficción, Meditaciones de una escritora, Mis recomendados Etiquetado como: Keynes, Natalia Guinzburg, niños, Nuccio Ordine, Rilke

¡Gracias por compartirlo!

Interacciones con los lectores

Comentarios

  1. IZ dice

    24 junio, 2023 a las 20:11

    Me encantó. Confesional y profundo. Testimonial, además.l

    Responder
    • Silvia Zuleta dice

      25 junio, 2023 a las 11:08

      Gracias.

      Responder

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