Un paseo aleatorio que termina con una caña de pescar. Y nos preguntamos qué puede tener que ver la cultura, con la tierra, la vestimenta, y todo aquello que nos protege, nos integra y también nos aleja de los otros.
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Un descubrimiento
El negocio lo llevan un señor mayor y un chico joven. La construcción es humilde pero digna como todo lo que hay en Japón. Me entero de que llevan como setenta años en ese lugar. Y es curioso que a metros del lujo y de los grandes hoteles, se aloje este reducto en donde los padres con los niños pescan en sus barquitos pesqueros de madera.
Todo pasó porque a veces hacemos paseos random con mis hijos. Esta vez me tocó con Tomás subirme al metro y decirle: vamos a la parada que vos quieras. Y con su dedo hermoso señaló una parada impronunciable. Es lo que tiene Tokio: que uno se siente seguro en todos lados.
No sé por qué al final le dije: me gusta el nombre de esta parada, bajémonos.
Salimos al Tokyo Garden Terrace Kioicho en Nagatacho St, un edificio muy lujoso con gente muy elegante. En Tokio, muchas paradas de metro son en altura, otras están dentro de mega edificios de oficinas y centros comerciales. En este caso, salimos a un hotel cinco estrellas con catefeterías como Sturbucks y Dean&Deluca.
Los mimos y los niños en Japón
Con Tomás caminamos de la mano y eso ya llama la atención, porque acá los niños van solos o, a lo sumo, el padre al lado del niño. Yo, cada tanto, intento que vayamos más sueltos, más que nada para que se acostumbre a ir solo o tenga más noción del camino.
Me doy cuenta de que es liberador también andar suelta. Él todavía quiere que lo vaya a buscar al colegio, aunque ya muchos de sus amigos se van solos. A mí me encanta buscarlo y sigo esperando ese abrazo que me rompe la espalda.
En Japón no se mima en exceso a los niños. Eso contrasta con el fuerte universo infantil que hay en toda la estética de la ciudad. Los buses, los camiones, los peluches, la ropa, incluso los perros. En efecto, el mundo adulto es muy cute pero eso no se traduce en un mayor contacto físico con los niños.
Un oasis en la ciudad
Caminamos unos metros. Sin embargo, en cuanto cruzamos el puente, pasa algo. Se suelta de mi mano y se asoma a la barandilla. Nos damos cuenta de que estamos atravesando lo que parece un río, aunque luego investigando constato que son las aguas caudalosas del foso que rodea los jardines del Castillo de Edo (Tokio está llena de cursos de agua que la atraviesan). Lo que vimos desde el puente se transforma en entusiasmo desenfrenado.
Las barcas pesqueras.
Tom me tira de la mano. Yo me pongo medio tensa porque nunca he pescado en mi vida y no sé bien qué hacer. Pero como todo en Japón, como en la vida, me la paso hablando con extraños y resolviendo asuntos. Me gusta ser extranjera. Me gusta ser extraña para ellos y me gusta que ellos me sean exóticos.
Un señor de edad detrás de un mostrador atiende el Benkei Fishing Club, ubicado en el límite ya de Minato con Chiyoda, en la elegante zona de Akazaka, el chico joven y sonriente y yo que dudo, pero siempre me hago entender. Entre mi inglés y su japonés llegamos a un entendimiento.
La cultura como refugio
He tenido que bajar mi nivel de inglés porque sino, no hay comunicación posible. También debo agudizar mis oídos porque hablan bajito y chapurrean poco en otros idiomas.
Una ventaja: en España tenía que gritar para que me entendieran. Todas mis conversaciones empezaban con un: habla más fuerte, no te entiendo. Acá no es necesario o, quizás las palabras no son tan necesarias porque se tornan inútiles y uno debe hacerlas más rudimentarias para que surtan efecto.
Me atrae esa idea de volverse rudimentario para sobrevivir.
La cultura es como una inmensa capa con la que nos recubrimos. Una pantalla transparente que nos protege, deja entrar el sol y el calor, pero es difícil penetrar. También es una ropa. Nos viste y nos protege. Nos aleja también. Una cultura funciona como un pegamento entre aquellos que la comparten.
Pero también marca un territorio.
Te dice, hasta acá llegamos. Vos andá para el otro lado. Una cultura separa. Aísla. Excluye. Señala.
Todo lo que hace una buena prenda, dar calor, proteger, cubrir, ostentar, lo hace la cultura.
Me parece que la cultura funciona como un refugio y una protección contra los elementos. Entiendo que puede haber una relación entre el carácter de los japoneses y su geografía. Su cultura te deja fuera pero, no porque haya hostilidad (eso sí pasa en otros países). Me parece que ellos tienen su refugio ahí. Es como el sofá cómodo en donde se recuestan. No he visto esa actitud que uno ve en otros países en donde de verdad, el extranjero es un enemigo. Acá, el extranjero nunca es enemigo. Sin embargo, hasta para la distancia son elegantes.
Tengo que seguir pensando en esto. Recurro a Chantal Maillard:
“Una cultura es el resultado del esfuerzo de las sociedades humanas por acomodarse en un entorno regido por fuerzas que si bien son incontrolables pueden, no obstante, resultar en cierto modo predecibles.” (p.27)[1]
Ella ve una relación clara entre culto, cultivo y cultura. ¿Estarán ellos con sus silencios acomodándose de la forma más eficiente a su entorno?
Quedarse fuera puede no estar mal
El contraste con España es fuerte. Me pasa en Japón que es como ver una película muda: hay silencio y la gestualidad se torna poderosa porque es lo único que tengo. Ya no me peleo con la idea de poder penetrar en esta cultura. Sé que es difícil. Cuando entro a una librería y veo tantos libros en un idioma que no conozco pienso en ese universo que me será extraño siempre, que tiene sus reglas, sus risas, su magia y del que yo estaré fuera. No lo digo con amargura, pero lo constato y lo acepto.
Lafcadio Hearn decía que, aun viviendo muchos años, era muy difícil llegar a un conocimiento profundo de la sociedad japonesa[2]. Él incluso se había nacionalizado japonés y estaba casado con la hija de un samurai.
Haré un esfuerzo y apenas podré arañar algo, un gesto, un tono de voz, alguna palabra que aprenderé en mis cursos de japonés. Quizás debiéramos acostumbrarnos a eso. A la idea de que no podemos conquistar todo. O que el conocimiento no es una tierra a la que hay que acceder y dominar necesariamente. De que hay algo fuera, quizás hermoso, que está vedado para mí.
Y no pasa nada.
El chico joven pesca, ayuda a los niños y a las madres que no sabemos nada. En realidad, no hay madres. Yo soy la única. Las madres no pescan con sus hijos. Incluso en España en la playa, en Asturias, yo siempre era la única mamá pescando con salabardo. Parece que es una tarea muy masculina, pero si hay algo que me encanta de la maternidad es que me obliga a hacer cosas que, de otra manera, nunca hubiera hecho.
Veo el paisaje, niños y padres, la luz del anochecer, la quietud del agua, una parejita joven que pesca goldfish en un pantano para niños. Estampas silenciosas, calmas, que detienen el tiempo que transcurre a toda prisa a apenas unos metros. Eso tiene Tokio, uno cree que es una ciudad furiosa e incandescente pero no es así, escapando de las avenidas, sin caminar mucho, uno encuentra rincones de lentitud por todos lados. Zonas que escapan a la gentrificación. Espacios de pausa. Callejuelas, talleres, ferreterías, verdulerías, una vida de barrio que perdura.
Y el club de pesca en donde se pesca y se devuelven los peces al mar.

Un club de pesca en el medio de la ciudad.
Jugar con los niños
El chico se acerca cada tanto, nos ayuda a poner la carne en el anzuelo. Tomás juega con el salabardo. Los hay a montones. Yo lo veo con la mirada aguzada, mirando los peces que acercan a la caña. Se le escurre la mirada entre las plantas acuáticas. Yo me siento y observo la fauna humana. Saco fotos. La brisa ya no quema. Y me río porque termino pescando yo mientras Tom intenta sacar peces con la red.
Abajo un padre pesca en una barca, el niño juega a la Nintendo. Siempre terminamos haciendo el trabajo de los niños que es jugar. Ellos nos empujan a eso mientras, se ponen a hacer otra cosa. Supongo que lo que quieren es tenernos cerca y pendientes. No pueden expresarlo, pero quizás necesitan saber que uno está disponible y a eso lo llaman jugar. No sé si eso es evolución o es cultura. Su insistencia en la pesca, mi cercanía, los besos y abrazos que nos damos. ¿Cuánto de todo esto es mero instinto? ¿Es el amor solo un intento de supervivencia?
El niño de la barca sigue absorto en su Nintendo. Está tranquilo, sabe que su padre pesca a su lado.
Y todas estas actividades transcurren en silencio, ya dije que Tokio es una ciudad silenciosa. Hay algo lindo en ese silencio. A mí me gusta, porque a veces me agrada que me dejen en paz.
En Japón siempre te dejan en paz.
No molestan nunca. No son invasivos y eso se agradece, pero todavía tengo que dilucidar si la sociedad japonesa es altamente comunitaria o altamente individualista.
Yo dudo y mientras pienso en estas cosas, me acerco con mi balde de peces. El chico los cuenta y nos anota los puntos. Ya somos socios y tenemos nuestra tarjeta de membresía.
Tomás me besa los brazos de felicidad.
[1] Maillard, Chantal. Las venas del dragón. Galaxia Gutenberg. 2021
[2] Hearn, Lafcadio. Japón. Un intento de interpretación. Sartori. 2013
«…decirle: vamos a la parada que vos quieras. Y con su dedo hermoso señaló una parada impronunciable. «, que linda escena…