Muchas de las actividades que realizamos empiezan con un lápiz. También es la puerta de entrada a la imaginación. Este pequeño cilindro cumple una función importante en mi vida y la de mis hijos. Un lápiz negro, un papel y nada más.
Tabla de contenidos
Los lápices en todos lados
Voy llevando encima lápices negros. Compro y se pierden todo el rato. Son codiciados en casa. ¿Quién no quiere en algún momento del día un lápiz? Hay quien dice que así no se cuidan los libros, pero yo los cuido trazando líneas. Marcar las palabras es acompañarlas. Es como llevarlas de la mano. O mejor dicho pienso que ellas me llevan a mí.
También llevo un sacapuntas porque me encanta afilar lápices. Todavía me maravilla la textura del grafito y el papel que parecen que nacieron para estar juntos. Yo siempre pienso que un lápiz negro afilado es promisorio. Es la esperanza y el futuro. Es algo que está por ver. Una historia propia o quizás una ajena que uno necesita acompañar. Mi mochila siempre lleva uno. Pero también necesito otro en la mesa de luz porque por la noche leo y en algún momento viene esa necesidad.
Antes solo los libros de no ficción sufrían este ataque del lápiz negro, pero a veces siento la necesidad de subrayar alguna novela. Ya sé, no me linchen pero hay historias que tienen palabras sagradas, que son como altares o que uno quiere poner en un altar. Es transformar algunas palabras en objeto de culto o loar la manera bella de decir las cosas.
Solenoide, de Mircea Cărtărescu uno de los libros de ficción que más he subrayado.


Los lugares del lápiz negro
También tengo lápices en otras partes de la casa como la cocina o el comedor. Quizás debiera haber uno en el baño pero resulta que ahora todo el mundo va con el celular.
Yo pienso que para escapar del móvil debo llevar siempre un libro y un lápiz en la mochila. También acarreo conmigo un cuaderno sin renglones porque las líneas me ponen nerviosa y me hacen acordar al colegio. A mi hija le regalé por su cumpleaños una colección de lápices negros que ella adora, los cuida, evalúa el grosor y toma decisiones artísticas. Se enoja cuando alguien no cuida su material. Para ella son muy importantes las puntas de los lápices. Ella no es como yo porque no escribe tanto, pero es artista y el lápiz también es eso. Es el mundo del dibujo al que yo no entro porque es como hacer equilibrio en una soga o andar desnudo o escribir con la izquierda.
Yo subrayo, resalto. Porque es lo que me enseñaron en el colegio y se me quedó grabado. Aunque ya no marco «ideas principales y secundarias». Ya no me interesa eso, sino iluminar algo que me interesa. Por eso el subrayado es siempre subjetivo y sesgado. Tiene que ver con el tiempo, con el ahora, con la comunión que hace el texto en mi cabeza. Un subrayado puede variar en el tiempo. Es efímero en su forma. El lápiz se desliza acariciando las palabras. Yo digo que es un mimo. Siempre.
Mi chico, que me conoce, me regala lápices negros y me los deja en lugares visibles. Sabe que siempre lo agradezco. Los lápices me dan paz.
Todo puede comenzar.
Otra vez.
Un lápiz también sufre desgracias
Qué feo cuando se rompe. Uno aprieta y está la punta floja. Y el sacapunta agranda el problema porque te das cuenta de que la mina está rota por dentro. Que tristeza el lápiz sin punta abandonado.
Me acuerdo de chica cuando rascábamos uno de los extremos y poníamos nuestro nombre. Porque los lápices siempre tenían propiedad. Ojalá nunca la hubiesen tenido porque yo creo más en el lápiz comunal. El uso debe ser común porque, en general, duran mucho y cuando es así, es mejor que se comparta su uso. No es que piense en la eficiencia, pero quizás sí, porque es hermoso ver que ese lápiz se usa y no está abandonado en un cajón o tirado en un balcón o roto por cualquier extremo. Un lápiz no debe ser abandonado. Costó mucho hacerlo.
Mi hijo pequeño lo sabe bien y cuando le pregunto: ¿tenés lapiz para la clase? Me dice, sí y aprieta el puño. ¿Dónde?, pregunto porque es pícaro. Le brillan los ojos. Tarda, pero abre su mano, y lleva un mini lápiz que de tanto usarlo es chiquito. Yo le digo que le doy otro, pero también pienso que si el lápiz funciona, se puede seguir usando.
¿A dónde van todos esos lápices que de tanto uso quedan en miniatura hasta el punto de que ya no es posible manipularlos con la mano? ¿Se esconderán en un gran depósito de mini lápices abandonados ya jubilados de su vida activa? ¿Qué podrían hacer los ecologistas de turno para darle una segunda vida? Yo los pienso como creaturas en miniatura que están todas juntas y amontonadas. Las imagino quietas, a merced de cualquier mano que las pueda manipular, y vivitas y coleando en cuanto quedan solas.
Pequeñas creaturas de grafito inutil.
El libro intervenido
Quizás lo más atractivo del asunto es que cuando subrayamos estamos poniendo nuestra propia impronta en un texto ajeno que nos gusta o nos interpela. Es el aporte del lector a la obra. Su contribución. Además, yo hago anotaciones al margen o agrego signos de exclamación (porque también subrayo barbaridades). También me gusta hacer listas de palabras al final del libro en esa hoja en blanco tan conveniente. Normalmente, apunto asuntos sobre los que quiero seguir leyendo o investigando. Y me gusta la idea de que el lector también participe del proceso. En el kindle, cuando subrayas puedes saber si otros también han subrayado lo mismo, incluso es como un pequeño ranking que muestra cuales son las partes del libro más subrayadas. Creo que es información interesante para el autor pero en realidad, el subrayado del Kindle le quita toda la magia al asunto. Vuelvo a lo mismo. Es el cilindro. Es el grafito. Es la idea de que la lectura no sea una mera actividad de la mente.
El cuerpo interviene. Los dedos. El grafito deviene también nuestro cuerpo.

Los diarios de Virginia Woolf están muy intervenidos por mi lápiz.
La tragedia del portaminas
Un día llegó una niña a la clase. Siempre bien vestida. Perfumada. No como yo, que andaba con manchas de tinta en los dedos. Y apareció con un portaminas: ¿qué era esa aberración? ¿Una mina embutida en un tubo de plástico? Y un sistema complejo: compra de minas, botón trasero con goma incorporada que se estropeaba, ah y no aprietes mucho que se rompe la mina. Ese aparato era la pesadilla de los niños roñosos y sonrientes que solo queríamos dibujar. Nunca entendí la lógica del portaminas. Es como un intento de algo. Quiere ser lápiz pero lo encuentra vulgar. Entonces el portamina se viste de esos materiales brillantes que tanto detesto juntos: el plástico y el metal.
¿Nadie entendió que la gracia del lápiz es la madera que rodea el grafito? La textura de aquel cilindro que ilumina por su humildad.
A mi me gustan cada vez más los lápices con goma. Será que tengo niños y me canso de la eterna pregunta: mamá ¿no viste la goma? El lápiz con goma elimina esa pregunta o la reemplaza por la forma más simple: ¿mamá dónde está el lápiz? Siempre ando enojándome con ellos porque me roban mis lápices, los pierden o ella, la artista, considera que sus lápices valen demasiado. Y a veces me encuentro diciéndole: prestale un lápiz a tu hermano. Siempre hay alguien en la casa que valora más las cosas y en especial, los lápices. Es algo que se lleva adentro.
Nadie elige amar u odiar algunos objetos. Es como una piel que uno lleva puesta.
Yo llevo puesta la piel de los lápices, pienso a menudo en ellos.
Esbozando un borrador
Quizás es la idea de ensayo, de prueba y error porque uno hacía las cuentas a lápiz porque siempre había que borrar. Hacer matemáticas también es ensayar. Yo siempre le digo a mi hijo: corrije, hazlo en lápiz, leelo otra vez. El lápiz presupone esa repetición. La primera es la prueba, la segunda siempre corrige. Y porque no tiene la solemnidad espantosa de la tinta, el lápiz es informal y joven. Se adapta. No le importa ese andar efímero por la vida. ¿Qué es un lápiz sino ese intento por ser a perpetuidad algo transitorio? Lo que se escribe a lápiz siempre está condenado al juicio. A la crítica. Se somete a la autoridad de aquellos ojos que escrutan y juzgan. Por eso me gusta. El lápiz es humilde. No alardea. Se reconoce a sí mismo como temporal. Le huye al compromiso. No se jacta de su importancia como la tinta.
Les dejo este bello poema de Antonio Jiménez Millán. Y disfruten de sus lápices.
Y esta manía de escribir a lápiz,
artesanal y ajena
a los destellos del ordenador,
sugiere una memoria en blanco y negro
o la deriva sepia de las fotografías.
No es eficaz, lo sé,
pero va más allá de un simple hábito:
un gesto de paciencia que no esconde
las dudas, la pasión, los espejismos
del ritual y el lujo,
las palabras tachadas,
el sol ambiguo de la incertidumbre.
Los lápices se gastan y se gasta la vida.
Tal vez estoy hablando
de una infancia velada y a destiempo,
como un lejano borrador de sombras.
Y ustedes, ¿usan lápices a menudo?
Para leer más
- Una pausa en Tokio
- Una llegada a Japón
- Cuando las casas son mausoleos
- Tres libros bellos y la búsqueda del lenguaje extraño
- Sobre la importancia del lápiz negro
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Bellísimo Silvia, transparente y en el tono justo, como un haiku, cada palabra es necesaria y está en su lugar.…
Impecable, verosímil. Magnífica escritura.
Comparto la necesidad de los lápices… Fundamentales
¡Siempre hay que tener uno a mano!